Creó en su mente un refugio. Levantó
paredes gruesas, clavó estacas de hierro, untó con cemento las juntas. Techó
con maderas duras y revistió todo con placas inexpugnables. Apenas dejó espacio
para que ingrese la luz a través de ventanas de doble vidrio y esmeriladas.
Puso candados, varias llaves y forró el piso con mármol frío. Una vez adentro
se agazapó en una esquina, armado hasta los dientes. Una escopeta lista para
echar fuego y una pistola, dos cuchillos y un atado de dinamita. Tenía a su
lado fósforos suficientes para incendiar un bosque. Se recostó a lado de la
heladera repleta de víveres. Las latas de conserva completaban la acumulación
rabiosa de existencia hecha comida. Allí se quedó por mucho tiempo. Y así
permaneció en silencio y expectante, aguardando la menor señal de intrusión
para disparar a matar y morir si fuese necesario para defender el núcleo
central de su existencia. Quería mantener lejos cualquier mínima posibilidad de
salir herido. Y así forjó alianzas invisibles con el eco de su universo. Nadie
podría entrar en su mundo amurallado. Apenas fuese encendida la alarma volaría
en pedazos todo, costara lo que costase. No demostraba tener miedo sino al
contrario, se desenvolvía con una naturalidad que era alarmante incluso para sí
mismo. Estaba en el fondo de una trinchera cavada en su propia alma, entre su
hígado y sus huesos. Un miedo ancestral y ominoso se floreaba casi sonriente
por sobre la coraza enjaezada con clavos de óxido hiriente. Nadie podría
ingresar y al final se hallaría decrépito pero a salvaguarda. En aquel frío se
sentía cerca de la muerte pero lejos del cadalso. Moría a cada rato en la
espera tortuosa de una señal que le indicara que era hora de retirarse, de
salir de la batalla, de entregar las armas, de firmar la paz. Por otro lado su
parcial sordera le impedía escuchar los gritos desesperados de los ángeles
terrenos que bramaban en cuanto idioma había, que la guerra había llegado a su
fin, que el enemigo no era tal y que no había captores ni calabozos. Pero él
desconfiaba. Sentía el entramado de una trampa. Su paranoia le dictaba en tono
angustioso que no confiara, que no cediera, que no se entregara. ¿Cómo saber
quién hablaba en nombre de que fuerzas? ¿Acaso no era posible que todo fuese
una prueba a su valor, a su capacidad y a su determinación? ¿No había ocurrido
antes que las sirenas cantaban con el único fin de atraer una víctima más a sus
garras bajo el agua?. No, él no se dejaría tentar. Iba a permanecer fuerte,
distante, ensimismado y ovillado antes de permitir que alguna señal hiciera
vibrar la delgada cuerda que aún sostenía su identidad. No era un robot aunque
lo deseaba casi con anhelo. Pensaba que las máquinas no debían pasar por esos
estado y por ello imaginaba un Dios que cobijaba a los androides en su seno.
Y sin embargo pasó, las paredes cedieron,
el techo se cuarteó, los cerrojos se abrieron. Las armas no funcionaron, la
pólvora se humedeció y los cuchillos quedaron sobre el suelo. Nada pudo detener
su llegada. Ni la preparación ni la estrategia, ni el cuidado y ni las
escondidas.
Y así fue que un día, llegó ella.
JORGE DELCLAN, 2015 “Relatos sobre ella”
(Ed. Santaclara)