Son tan lindos. Y sí, es un sarcasmo. Creen lo que quieren creer y para ello no reparan en meterse los dedos en la boca. Pero no vomitan, al contrario, sonríen. Porque los boludos son así, jodidamente autosatisfechos. No pueden contestar con un argumento propio, no han leído historia y se enorgullecen de no sentir interés, dicen desinteresarse de la política, como si aquello fuese posible.
Al menos nos queda la reflexión como un manto de reconciliación con la humanidad. Ellos, de verdad, no saben lo que hacen. Porque son inteligentes, algunos incluso astutos y hasta bondadosos, sensibles y querendones y eso los hace casi inimputables. Si no fuera por el hecho dramático y definitivo, de que son las máscaras que articula el sistema para dominarnos (y dominarlos), serían incluso un ejemplo. Dicen lo correcto. Cuestionan el mal gusto. Se indignan con los exabruptos y desconocen a los irritados. Poseen una claridad para el análisis tan diáfana que si no fuera que omiten cientos de datos relevantes nunca nos daríamos cuenta de que en realidad son sofistas. Para ellos la verdad es una tapa de un diario prestigioso o la palabra de algún comentarista ilustrado. Eso sí, aman las argumentaciones basadas en números y estadísticas. Tanto amor sienten por la macroeconomía que no titubean en hablar de cifras cuyos reales significados están a años de luz de comprender. Cuarenta y dos billones de dólares es el producto bruto interno del estado de Nebraska. Y sonríen. Y uno, que apenas puede manejar su modesta economía se siente casi un iletrado. Y así argumentan con una suficiencia propia de quien es feliz pensando apenas por encima de la media, o al menos eso creen. La insensatez se les manifiesta en las contradicciones. Pueden hablar de diálogo mientras admiten de buena gana odiar a tal o cual persona que según ellos lo tiene más que merecido. Invitan a la confraternidad sin que ello los cohíba a la hora de insultar, denigrar y rebajar a quienes detestan creyendo en alguna parte de sus mentes que eso de alguna manera compatible. Son gobernados por una insensatez propia de las capas más superficiales de la cultura. Una laca apenas los suficientemente gruesa para ocultar la absoluta falta de coherencia intelectual e incluso emocional. Pues sienten con el espejo. ¿Y qué muestra esa imagen reflejada?: la máscara del mundo que nos ha sido vendida –cuando no impuesta- por los dueños del poder.
Descreen de las conspiraciones, desconocen cualquier dato que no haya sido publicado en la enciclopedia, se jactan de racionales y sensatos pero rehúyen de cualquier discusión del fondo de las cuestiones, sea ésta la política, el arte o la religión. Tienen, en sus modos tan educados una pasión por la impertinencia de la peor: la mirada condescendiente sobre todo lo que implique una internación en los abismos de la realidad. Tan agradables pueden ser sus modales que al engañar a todos complotan contra sí mismos haciéndose cómplices de sus propios esclavistas, sean éstos banqueros o sembradores de pensamientos. El eje de su visión del mundo está canibalizado por el uso incongruente y arbitrario de los términos como “libertad”, “seguridad” y “consenso”. Han sido formados para deformar. Son víctimas un poco mejor tratadas que quienes les siguen en la lista y por lo tanto (tal vez en un inconsciente miedo latente) se complacen en pisotear las brasas de los ideales de quienes se han comprometido con alguna verdad. Y lo hacen alegres. Se los conoce por sus dientes blancos, sus camisas planchadas y su gusto por las buenas costumbres, incluso por la música clásica y las comidas moderadas. No lo saben, pero son soldados. Agentes de un reino que desconocen, ciegos seguidores de mentes invisibles que gobiernan sus actos por el proceso de intervenir sus cerebros a través de los medios de comunicación. Así como las clases menos favorecidas son bombardeadas con los despojos de la cultura, la repetición rítmica y constante de sonidos estridentes y una ramplonería procaz en la verba que a las claras busca –y logra- estupidizar sus mentes, ésta otra clase –los lindos- no es menos sometida sino que existe un compendio de estímulos diseñados especialmente para ellos. La felicidad, en última instancia, no deja de ser una forma inducida de estimulación de ciertas hormonas y, como es lógico, distintas tipologías requieren diferentes golpes inductores. Son amantes de los titulares de los diarios cuando éstos se expresan como voces neutras o en modo potencial. En especial, los hombres suelen ser más susceptibles a las manipulaciones ejercidas desde la esfera de lo intelectual (palabra que puesta en éste contexto está casi inflada) y las mujeres a los mensaje relacionados con el comportamiento. Así, convencen a unas y otras de cualquier cosa que sea necesaria en un momento dado. Así un tipo ejemplar, buen padre de familia y trabajador puede sin ponerse ni colorado, desearle la muerte violenta a alguien por representar un estilo de vida diferente. Tal es el caso de la falta de elegancia o la imperdonable ausencia de cuna de oro, que retrotrae sus conciencias al nivel de los primates, que siguiendo los dictados del clan, se arrodillan frente al poderoso y desprecian al que se muestra débil. En el mejor de los casos, algunos muestran como una forma aceptable del desprecio, una actitud de amplia tolerancia, lo cual solo acentúa la perversidad del arquetipo de pensamiento que los tiene dominados. Son crueles, porque no pueden ni saben ser tiernos. Descansan sus pensamientos sobre las almohadas de la negación y la parodia del perdón. Gustan de verse sociables, cultos y algunos incluso se ufanan de tener una mirada social. Como si se tratara de la conservación de las ballenas, emprenden campañas a favor o en contra según sea el caso, de la causa que les parece más encomiable. Con ello lavan culpas, exorcizan sus miedos y se permiten continuar existiendo en plena ignorancia auto infligida. La comodidad que ello supone, les es del todo desconocida, pues, en el fondo, se consideran grandes hacedores. Por ello desprecian al bohemio, al gaucho e incluso al monje. No pueden entender como alguien puede querer vivir sin deslomarse por su familia o su ambición ya que ellos se vislumbran a sí mismos como el pináculo del hombre moderno. Menudo favor les hacen los artistas que encuentran y manifiestan otras formas de encarar el proceso de la vida, solo logran angustiarlos y entonces, como animalitos asustados corren a refugiarse en la tiranía de los titulares.
Correrá mucha sangre, lloverán lágrimas y aún así está por verse si algún día esta sociedad pueda crecer. Porque crecer no es –como ahora están algunos convencidos- sonreír y tender puentes. Esto es tan falso como mentiroso quien lo propaga. A veces hay que destruir, derribar, detonar y enterrar un camino para iniciar otro. No es cierto que el mundo tiende a la armonía. El mundo es y será un proceso de caos y orden debatiéndose eternamente en una dualidad con alternancias y mientras nosotros, que estamos aquí, para aprender, nos debemos a la sincronización con los ciclos de la vida.
Habrá tiempos mejores quizás pero también peores. No nos toca solo soñar y querer creer. Nos toca despabilarnos.


AMADEO ANTÚNEZ, 2015 “LÍRICA DEL DESENGAÑO” (Ed Diario El Urbano, Cali, Colombia)

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