Eran como ella, un anatema. Aquello sobre
lo que no debía hablarse. Objetos que no debieran existir en lugares que carecían
de nombre. Como el cianuro y los ventrílocuos, ábside y la espera o todos los
cantones de la China oriental. En torno a ella había sin embargo tierra húmeda.
Todo crecía. Indistintamente fuera almendros o tumores. En cada parte lugar
había un cartel con su nombre, tal era su omnipresencia. Juraba que lloraba
pero yo nunca la vi. Y para mi fue un misterio.
Como el nacimiento de los soles o la
venida de un Salvador, nade parecía previsible. No habíase establecido un
terraplén ideal que sirviera de sostén a tamaña fuerza. Millones de hierros
minúsculos flotaban en el éter identificados con su propia forma, la de ella,
tan particular y sonriente. Era una zona de guerra. Un vendaval y una furia que
metía miedo. Gotas de amor de la infancia rezumaban de entre el todo para
emerger transfigurado en pasión. Una alabanza incesante a lo que no puede ser
medido. Y en todo eso había juicio final. El pasado cohabitaba con lo que
vendría en una potencia desmedida y blanda. Un fulgor rosáceo que se iluminaba
a sí mismo escondido detrás del barro. La sorpresa más ácida convertida en
ocurrencia. Algo latía dentro de ella que parecía contener un pulso
alternativo, como si tuviese dos corazones. Asustaba de veras. Algunas veces
pensé en huir y otras quería volver con desesperación a sus brazos tan blandos.
Era amante, amaba. Su pedestal se caía a pedazos y nunca nada era predecible.
Así que me condicioné a no esperar ya nada, como era justo. Pero como somos lo
hombres que no sabemos esperar, la herí. Cuando se arroja una lanza a un delfín
se lo hiere antes de tocarlo, lo saben. Así murió en parte. Los espacios
vedados a la consciencia salpicaban veneno. Por mucho menos se mata. Por mucho
más se lucha hasta morir. Pero siempre fui un cobarde. Agallas de latón para un
mundo de hierro. Quizás me agarró cansado y con demasiado miedo. Terminé por
enterarme de mi condición por el silencio y en la soledad de la noche escribo
este réquiem. Ella es, desde ahora, anatema.
ANTON ZAMINSKY, 2015 “GRITOS Y SOLEDAD”
(Ed. Parra & Weiss)