Vivimos sobre sendas difusas, asustados como luciérnagas frente a la tormenta. Huimos de los ruidos del trueno mientras afilamos nuestros cuchillos y trenzamos nuestros cabellos. Susurramos al oídos de quien quiera escuchar las palabras de desaliento que los harán sucumbir. Nos aferramos a las espaldas de los valientes. En el microscópico espacio que nos queda para no quedar expuestos, vaciamos el corazón hasta quedar resecos. Entre nosotros hubieron gentes dignas. Eso fue antes de la invasión. Ahora solo quedaba el resquemor y la suspicacia. Vinieron desde el infinito. Cruzaron los bosques con carros de fuego. Llevaban en sus largos brazos de plata sus gigantescas lanzas que brillaban como diamantes.
Eran muchos, cientos o quizás miles. Fuimos sorprendidos y ahora ya solo nos queda lamentarnos. Lo extraño era que había entre ellos un grupo de niños. Tenían todos los ojos de color bordó y no había brillo en ellos, solo un fulgor, un resplandor opaco que olía a muerte. Corrieron hacia nosotros y nos abrazaron con fuerza. Enternecidos o quizás halagados, nos vimos envueltos en su ardor y creímos por unos instantes que habíamos sido elegidos para cuidarlos y guiarlos. Hasta que abrieron sus bocas y vimos sus dientes afilados como agujas y ya fue tarde. Se abalanzaron sobre nosotros con la furia de la desesperación y una clase de hambre imposible de contar. Parecían no haber comido en meses. Sus lenguas terminaban en punta y eran tan largas que parecían enredaderas rosadas. Mordieron y masticaron, desgarraron y tragaron. Luego de un rato miles de los nuestros se hallaban destripados en el piso bajo una montaña de niños alimentándose con furia ciega. Algunos masticaban los huesos y se oía el crujir a cada mordisco. Cuando pudimos reaccionar, aquellos que aún permanecíamos vivos, corrimos a las colinas altas como pudimos, sin mirar atrás y con más aire que cordura. No nos siguieron. Estaban felices y arrobados en su matanza. Alrededor de la carnicería se hallaban parados sus adultos con sus trajes y sus armas, sonriendo. Era solo una lección, una cacería de iniciación. Algún día serían mayores y harían lo mismo con sus descendientes. Luego de unas horas se fueron por el portal infinito como habían venido. Los más viejos de entre nosotros dijeron que eran dioses y que venían a cobrarnos nuestros pecados. Los demás asintieron. Se acordó que se recordaría el momento como un instante sagrado. Se levantarían monumentos y en el libro de los libros se honraría su presencia.
Fue el fin del comienzo. Una herida infectada. Algún día volverían y debíamos estar preparados. Hubo quienes propusieron oponerse a ser devorados como ganado y éstos fueron inmediatamente colgados a la vista de todos. Murieron azules. Sin saber como vivir con esos recuerdos yo me fui.
Escribo esto en la esperanza de que algún día nos libremos de los dioses caníbales y de sus sacerdotes cocineros.
Los que nos exiliamos somos como carneros sin degollar y estamos marcados con el signo de los excluidos. Quien sabe un día podremos volver y en medio de la locura besar nuestra tierra.


AMANDA SOFFISK, 1999, “EN LOS TIEMPOS DEL OLVIDO” (Ed. Hülle, Ram & Trot)

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