Lo curioso no fue que él haya ensoñado
despierto sino que vivió sus dos realidades en paralelo como escindido entre mundos
que sin embargo conformaban una particular unidad. En un mundo practicaba la
respiración diafragmática, reconcentrado y hecho carne con su cuerpo, en el
otro se encontraba dentro de una inmensa esfera grande, una estación espacial.
Una claraboya a la derecha arriba de la línea ecuatorial imaginaria presentaba
un hueco que llevaba hacia algún lugar desconocido. Volando hacia ella un
inmensa águila de mármol blanco batía sus alas con firmeza guiando a una serie
de seres extraños que lo seguían en silencio y ordenada danza. Eran ángeles,
abstraídos y alegres, acaso perdidos con coronas de guirnaldas y trompetas de
oro refulgían como quásares en medio del recinto.
La línea imaginaria que formaba el vuelo
del rapaz y su corte angelical componía una sonoridad espectral que bien era
una pintura sinuosa e inquietante y a la vez una partitura viva de un alguna
misa celeste.
Y él estaba allí detenido sobre un
escalón imaginario de éter sosteniendo su cuerpo en la no gravedad del espacio
creado sin saber si había sido construido en su mente o lo preexistía y solo
estaba de visita. Pensó que no era posible que de la nada apareciera semejante
estructura tan sólida y bien diseñada. Todo allí tenía sentido geométrico y
funcional, como un reloj perfecto flotando a la deriva de un universo
desconocido. El águila pétrea de clarísimo mármol era más flexible y vital que
su propia mente y sin embargo volaba con la altivez de quien se sabe inexpugnable.
Sus coreutas danzantes parecía sí, un tanto perdidos, intoxicados de felicidad
y a pesar de todo había un orden tanto en la forma como en el álgebra secreta
del número divino. Parecía que los alados seres habían depositado su confianza
en el rapaz y éste, asumido como guía escultural, los arriaba en éxtasis hacia
el hueco en forma de ojo de buey que se abría como una invitación al espacio.
A la vez, él seguía allí de pie
intentando mejorar su postura, respirando y buscando comprender como el
diafragma se engarzaba en las costillas y la columna. No estaba en trance ni
deliraba. Participaba de dos mundos y ambos eran ciertos. Una musa lo
transportó con vez tenue hacia un lugar sin escapatoria en donde se escindió y
fue ojos y objeto, ave del cielo y metal, espacio y aliento, carne y aire.
Cuando volvió a su estado habitual,
sintió un intenso deseo de recostarse, se durmió y no soñó nada.
AARON WIKLED, 2002 “ESTERTORES DEL
INSTANTE” (Ed. Weissman Publishers)