En la orilla del espasmo y entre los poros de la angustia, distribuyó su poco agraciada capacidad de adaptación al mundo y se replegó sobre sí mismo como un gecko atolondrado.
Respiró profundo sintiendo el frío intenso en el centro de su frente como si los pulmones su hubiesen ido de visita al norte del cuerpo. Había incienso en la sala y muchas velas encendidas, rojas, ámbar y algunas con brillantina de plata. Se sentó sobre una poltrona de cuero rústico y se durmió.
Soñó que comía helado de fresa mientras flotaba entre las casas de su barrio sin ser visto. Su pierna derecha medía como cien metros y vestía un gorro de lana entretejido con espuelas de hierro.
Su novia francesa lo despertó. Trajo albóndigas y dos tarros de miel que compró a una anciana del pueblo que solía venir hacia la primavera.
Su primera impresión fue de alarma. No había salido aún de su estado sepulcral de pánico y horror continuo y de la incesante sensación de inutilidad y vacío pero había encontrado ciertos trucos para esquivar su melindrosa carga de impedimento. Se sintió aliviado por la presencia de su perro androide.
Le puso de nombre Centurión y lo había comprado en Tokio durante la feria cibernética del año anterior y se había encariñado aún sabiendo que su amor funcionaba a pilas.
Alguna vez reparó en lo fútil de las emociones del reino animal y no le pareció descabellado ser amado por un robot. Era del signo de géminis y todo se le hacía dual, doble, particionado y redistribuido para volver a ser una sola cosa. Aún no lo sabía pero su futuro estaba signado por la aparición del cometa rojo que atravesaría el firmamento dentro de un lustro. Era bueno en matemáticas y sabía lo suficiente de historia como para no creer en las promesas del presidente de turno ni de su oponente.
Sencillamente se dejaba atravesar por lo inmediato intentando que quedar impregnado por la musa de los tiempos como si vivir o morir fuese indistinto. Deseaba creer en Dios pero no podía con su propio genio y tendía a volverse agnóstico mientras desarrollaba una versión de misticismo basado en alguna forma de pensamiento volátil y disperso.
Pupette se apellidaba curiosamente igual que su abuela paterna y si bien no era supersticioso apenas la conoció lo tomó como una buena señal.
Había juntado millas con las compras de la tarjeta y un jueves de agosto las cambió por un pasaje a Paris en donde la conoció. Trabajaba en un hotel de conserje y si bien solía ser arisca y seca, se mostró amigable y él se enamoró perdidamente.
A la hora de alojarse y luego de un baño recibió una bandeja con un champagne y una nota que decía “Pour toi mon cherie, Pupette” Deslumbrado e intrigado bajó a la recepción para preguntar sobre el regalo y ella le guiño un ojo y le mostró su nombre grabado en el chaleco. Quedó helado. La belleza de aquella mujer solo le parecía comparable con la más hermosa de las divas del cine de los años cincuenta y no pudo no imaginarla semidesnuda en medio de la jungla en un póster de un film de acción.
No sabía que hacer y se notaba y entonces ella le entregó un papel plegado. La nota le indicaba que la esperar en su cuarto vestido con un traje de color damasco que lo esperaba sobre la cama bien planchado. Sonrió y se dirigió casi temblando al 202 y cumplió con la indicación. Se miró trillones de veces al espejo y curiosamente se veía muy bien. Era lo más elegante que había vestido en su vida y se sintió con confianza y seguro de sí mismo. Un golpe repiqueteado sonó desde la puerta y luego ésta se abrió para que ingresara ella. Hicieron el amor como salvajes por incontables horas hasta quedar exhaustos y durmieron abrazados como si se conocieran de toda la vida.
A la mañana siguiente bebieron abundante café. Su femenina sonrisa lo tenía atrapado en un estado de arrobamiento en el que el presente era tan intenso que no podía más que dejar una huella eterna en su corazón y en su mente. Pupette tomó un destornillador muy fino y desajustó una parte de su antebrazo. Lo abrió con cuidado y movió un pequeño cable que hizo un contacto eléctrico, sonrió y lo cerró con una naturalidad que era difícil de encontrar hasta en las jóvenes más inocentes de la campiña. Rosendo se mordió el labio inferior y con la pasión de los amantes frescos la tomó entre sus brazos y la besó.
El perro, sus vecinos, el pueblo entero y posiblemente el mundo estaba hecho de androides y luego del fin del mundo ya no existían seres de protoplasma. Fue ahí cuando se dio cuenta que él también tenía cables, los ojos de láser y la piel de poliuretano, que no tenía pulmones y que el frío, el calor, el gusto amargo o dulce y aún el placer del sexo estaba impreso en su memoria de microchip y en los centros receptores de su piel. No fue traumático en absoluto. Comprendió que todo su pesar y sus cavilaciones, sus miedos, terrores y creencias respondían a implantes de memoria de seres anteriores, ancestros imaginarios de las redes de bio documentación de las razas humanas y alienígenas que habían disputado el dominio de la Tierra y creado la guerra que destruyó a los seres vivos.
Miró por la ventana e imaginó que comía chocolate, miró al amor de su vida y la deseó como el primer día, le tapó los ojos al perro y le hizo un gesto de picardía mientras la atraía hacía él con suavidad y ternura. El perro que no era tal ladró y las luces de la casa se apagaron dejando en la oscuridad el suave jadeo del amor de titanio y cromo.


VINCENT SONORA-BROSS, 2012 “AMORES DE CROMO” (Ed. Knight & Joness)

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