El suicidio colectivo de los mandriles en la costa
este de Anforia fue relevado como un caso de posesión diabólica de un primate y
posiblemente el primero en su caso en ser aceptado por la Iglesia católica.
Desde que el párroco de campaña de la región, el
cura Oóngo Pablaeeta se comunicó con el equipo de prelados del Vaticano, la
noticia corrió como un reguero entre la comunidad religiosa.
Ligado por la tradición al origen del clan, el
mandril de la región era considerado por los locales como un animal sagrado.
Deambulaban solos por los pueblos e interactuaban con sus habitantes que les
daban comida y los acomodaban en sus cabañas para que durmieran. El mes de
enero se caracteriza por el intenso calor y los animales buscan refugio cerca
de las palmeras que los lugareños usan para cobijarse. En tiempos remotos el
mandril Undan había creado a los Anatoletas desde su cielo verde oscuro y los
declaró sus hijos bendecidos. El pueblo anatoleta se consideró a sí mismo el
verdadero y único heredero de la sabana y combatieron ferozmente a las otras
tribus de la región. Undan casó con Limuquen, la gran mandrila de catorce
pechos que amamantaba a todas las razas del mundo. Se creía que quien lograra
el favor de la pareja primate creadora de todo podría gobernar los peces y los
pájaros, a los hombres y a las bestias. Para ello se había instituido el ritual
de pasaje que establecía que todos los jóvenes varones debían salir solos al
descampado a proveerse alimento por treinta días y las muchachas debían
preparar sus chozas sin ayuda para recibirlos luego y casarse para formar así
un nuevo hogar. Así se hizo por cientos y quizás miles de años.
Los más viejos cuentan durante sus ceremonias que
cuando se hallaban en medio de la nada intentando sobrevivir y punto de
desfallecer alcanzaban a ver en la lejanía la inmensa figura de Undan con su
rostro azul y rojo y sus ojos penetrantes mirándolos directo al rostro,
insuflando ánimo en sus corazones.
Las mujeres en cambio realizaban el ritual del
baile alrededor de una fogata inmensa en la que quemaban toda clase de hierbas
para la buena suerte y la fortuna en honor a Limuquen a quien traían como una
talla de más de seis metros de altura de una sola pieza.
Los hombres no podían participar del rito y
permanecían afuera del pueblo aguardando las doce de la noche para poder
ingresar cuando la jefa del lugar se rociaba con un líquido negro y se prendía
fuego. El primero en apagarla obtenía el reinado por un año. Ella se reponía
con las ramas y yuyos preparados en forma de cataplasma que curaba todas sus
heridas.
Undan era un dios mandril celoso. A quienes no lo
aceptaban como único gobernador de todos los mundos le enviaba maldiciones en
forma de pestes y alimañas venenosas. Por ello los habitantes de la zona se
cuidaban mucho de complacerlo en forma constante.
Desde la llegada de los religiosos de la orden de
los Conversos de María las cosas habían cambiado bastante. Junto con el
progreso de la comida envasada, el agua en bidones y la televisión llegaron
también la cultura de la creencia única. Los sucesivos párrocos y misioneros
trataban con candor de convertir a todos a la nueva religión cristiana y con
ello se referían a sus antiguas creencias como interesantes cuentos que
relataban en el fondo su ignorancia. Les contaban que su futuro dependía de que
comprendieran la verdad de la trinidad y el juicio final y tanto les explicaron
que todos terminaron por aceptar la nueva creencia. Sin embargo, en secreto los
viejos seguían creyendo y adorando a Undan y Limuquen. Hacían rito en secreto y
de tanto en tanto algún misionero moría misteriosamente con el cuello
atravesado por una lanza que en la punta tenía la efigie de un mandril con una
corona. Mucho tiempo transcurrió para que las autoridades pudieran relacionar
los decesos con un ritual pagano pero finalmente las sospechas comenzaron a
poner a los nuevos curas a cuidar sus propias vidas.
La tradición más antigua mandaba que una persona
debía ser sacrificada y devorada por todos en una gran fiesta compartida y de
una u otra forma éstos así lo hicieron. Las víctimas preferidas eran de hecho
los curitas por el hecho de que su carne –de poco trabajo físico y con mas
grasa- solía ser más blanda y apetitosa.
Una comisión de investigadores de la iglesia llegó
un día de incógnito y con métodos un tanto brutales como la tortura y las
amputaciones de miembros lograron sacar la verdad de los más jóvenes que aún
tenían miedo al dolor. Los viejos que fueron indagados negaron todo hasta morir
carbonizados en las hogueras cuidadosamente preparadas por los religiosos. A
los que confesaban la herejía los marcaban con pinzas al rojo vivo y acto
seguido los dejaban libres, a menudo con un dedo menos o una oreja cortada. Una
vez que se retiraron el miedo había sido implantado y ya nadie en público
adoraba a Undan el mandril.
Sin embargo, el odio hacia los extranjeros iba
creciendo en los pueblerinos y en lugares alejados invocaban la fuerza
primordial para recobrar el poder sobre su pueblo y sus creencias. Undan se
comunicó con el más anciano y le hizo saber que debía derramar la sangre de
todos aquellos que no creyeran en él y dársela de beber a los niños de la
aldea. Luego de eso debían clamar y llorar a Limuquen para que les de consuelo
y la fuerza necesaria para volverse fuertes.
La locura de semejante acto no parecía contradecir
ningún principio de convivencia ni moral así que comenzaron las matanzas por
todos lados.
Mientras tanto los religiosos recibieron la orden
de encadenar a todos los sospechosos de creer en el antiguo culto y someterlos
a tortura colectiva. La misma consistió en que todos los niños y niñas sean
ahogados en el río por el término de dos minutos y así repetidas veces hasta
que se confesara la traición a Dios. Así fue hecho y los misioneros y algunas
monjas recitaban salmos mientras aferraban con fuerza los cuellos blandos de
las criaturas en las cálidas aguas del río Amataoli. Luego de un tiempo
prolongado y del fallecimiento de una niña y dos pequeños gemelos, las gentes
del pueblo comenzaron a hablar. Tímidamente al comienzo y con más énfasis
luego, dijeron en donde se hallaba el sitio sagrado en donde aún invocaban al
antiguo dios mandril. Luego de eso fueron perdonados, le dieron un rosario y
enterraron a los niños con una hermosa plegaria.
En caravana se dirigieron al monte. Una vez allí
vieron la enorme figura tallada en madera de ambos dioses y un montón de
mandriles saltando alrededor. Cuando intentaron derribar el falso ídolo fueron
atacados por los mandriles quienes sintieron violado su espacio vital. Los
especímenes de esta raza sol particularmente agresivos y territoriales y en el
conflicto murieron un cura y dos monjitas. Aprovechando el momento varios
hombres que se hallaban escondidos entre las ramas se lanzaron sobre los
restantes representantes del clero y los masacraron. Luego de eso fueron
hervidos en cuencos gigantes y sirvieron de alimento para los sobrevivientes.
Al tiempo y con la desaparición sospechosa de los
religiosos intervino la policía local. Luego de armar un equipo en el que
participaron investigadores, religiosos y antropólogos y se llegó a la
conclusión de que las matanzas no acabarían nunca y que se debía poner un coto
definitivo a la cuestión.
Juntaron a las partes y se estableció un protocolo
de consenso para el futuro. Los nativos no se comerían los visitantes y éstos
no torturarían a los locales. Por un tiempo esto funcionó bien y hasta parecían
sanarse las antiguas heridas y la desconfianza.
Pero un día se encontraron en el fondo de un
barranco seiscientos mandriles muertos. El desconcierto fue total. El pueblo se
dividió entre los que creían haber sido engañados y los que aún querían una
chance para una explicación. Los religiosos se apertrecharon con armas en la
parroquia y los ancianos en el bosque. Nadie podía entender como había ocurrido
semejante cosa.
Al viejo Uderno se le apareció en sueños Undan y
Limuquen y le comunicaron que habían sido asesinados por los invasores. Al cura
se le apareció un ángel y le dijo que los locales les habían tendido una
trampa.
A punto de comenzar una nueva escalada de
violencia llegó al pueblo un brujo ciego de un pueblo vecino. Dijo que traía un
mensaje del creador de todos los primates, el padre de Undan y de todos los
cielos, el supremo Anono. Todos cayeron sobre sus rodillas en señal de respeto.
Incluso los clérigos siguieron el ejemplo para no ofender a nadie y salir vivos
del lugar. El brujo dijo que Anono traía la nueva de que Undan y Limuquen
habían sido engañados por su tío el demonio Asisi para tomar el poder del cielo
terrestre y derrocar el imperio humano.
Se determinó una tregua para estudiar el asunto.
La iglesia dictaminó que Asisi era el nombre de los lugareños del diablo
cristiano y que había que exorcizar a la comunidad entera. Envió a su mejor
hombre, un cura calvo y flaco que arribó al lugar con sus implementos sagrados.
Junto al brujo ciego y al jefe de la tribu se dirigieron al ahora cementerio de
mandriles para realizar sus operaciones de exorcismo. En medio de una tenebrosa
escena las nubes se abrieron y un rostro pálido de un mandril anaranjado se
hizo presente y vomitó sobre todos una espuma verde que calcificó los huesos de
todos los presentes y quedaron como estatuas de sal.
El resto corrió por sus vidas y luego de un tiempo
el reporte llegó al Vaticano, a la policía local y a las Naciones Unidas. En
una reunión en trámite secreto se reunieron las potencias bélicas del mundo y
se decidió bombardear la zona. Así se hizo y la bomba de hidrógeno destruyó
todo en cientos de kilómetros a la redonda eliminando todo rastro de vida,
incluido los religiosos, los pueblos de la cercanía y dejando un rastro
radioactivo que mataba toda vida.
Como consecuencia de esto la región cayó en la
desgracia, la pobreza de los alrededores y dado que la operación fue encubierta
nunca nadie supo que había pasado realmente.
Tiempo más tarde el gran dios mandril Anono y su
malvado hermano Asisi se reunieron para comenzar otra partida de cartas por los
destinos del mundo
BILL O´NAGY, 1983 “CAZADORES DE BOTELLAS” (Ed.
Zitlan & Koreyev)