Lo pasmoso del relato de Juan Aguirre fue la
calma. Podía haber mantenido la cordura a pesar de lo enloquecedor del proceso,
incluso haber mostrado un temple admirable y ser por ello reputado como sereno;
pero la parsimonia y la prosa sobrada y simplona que utilizó para explicar lo
acontecido puso los pelos de punta a los obispos, policías y funcionarios del
gobierno que hasta allí se hicieron presente para conseguir su relato de
primera mano.
Juan Aguirre había sido abducido por un platillo
volador, delante de una multitud y quedó filmado en todos los noticiarios. Como
en la peor película de clase B de los años sesenta, una luz cónica emitida
desde el centro de un objeto esférico y chato lo arrastró hacia arriba hasta
que desapareció de la vista de todos.
El haz amarillo se concentró solo sobre él dejando
de lado los miles de manifestantes que en ese momento protestaban contra el
anuncio de un Papa rojo. Algunas profecías hablaban de que en algún momento
aparecería uno negro y que ese sería el fin del mundo pero en cambio el colegio
de cardenales había votado por un representante norteamericano de etnia
Cherokee que oficiaba de cura en las planicies del centro de los Estado Unidos
lo cual era interpretado como una señal poco amable hacia la tradición europea
y sus más de dos milenios de hegemonía. Los fanáticos salieron en masa a hacer
oír su desagrado hasta que aconteció la llegada de los platillos.
El silencio se hizo presente entre los presentes y
solo el aleteo de las palomas se oía en la plaza de San Marcos. Juan Aguirre
estaba allí no para protestar ni para apoyar sino para vender maní y agua. No
era un hombre culto ni religioso y mucho menos interesado en coyuntura alguna y
su único fin era llevarse unos billetes de turistas y curiosos con hambre y
sed.
Mientras se elevaba delante de todos agitaba una
mano saludando en medio del estruendo sonoro que de pronto comenzaron a hacer
las naves, como un bramido metálico. Continuó saludando mientras se perdía en
la altura.
Durante tres días los medios cubrieron la noticia
y la manifestación quedó a un lado. El hombre abducido y filmado fue motivo de
charlas, debates y hasta hubo quienes lo creyeron alguna clase de elegido que
traería la buena nueva de un mundo invadido por marcianos bondadosos. Una vez
que las naves se fueron el mundo entró en el desconcierto de lo incomprensible.
El reinado del nuevo sumo pontífice comenzaría con la extraña noticia de que
los extraterrestres finalmente habían llegado. Las noticias competían solo con
el surgimiento de un nuevo imperio económico en Corea del Norte como centro
financiero de oriente y el descubrimiento bajo Groenlandia y la Antártida de
antiguas pirámides en medio del impresionante verdor que dejó el deshielo del último
decenio.
Pero a Juan Aguirre todo eso no le importaba.
Sabía poco del mundo en general y menos de algún asunto en particular. Compraba
maníes al por mayor y botellitas de agua mineral en el supermercado para
revenderlo en cualquier lugar público con mucha gente. Jamás le interesó el
fenómeno OVNI ni sabía que existían organizaciones de comercio más allá de la
pequeña Cámara de Artesanos del pueblo. Juan Aguirre no tenía esposa ni hijos y
su pasión era la caza del pichón, muy popular en la zona. En sus ratos libres
armaba gomeras y juntaba balines para disparar a las aves, organizaba con
amigos salidas para derribar palomitas que luego hacían en un puchero al
clásico estilo italiano del sur.
Los eruditos no podían entender el motivo que
indujo a los tripulantes de aquellas naves a elegir al sujeto en cuestión por
lo que concluyeron que se trataba de una elección azarosa.
Cuando fue interrogado, luego de que lo
devolvieran sano y salvo esperan en principio alguna revelación de orden galáctico,
pero en cambio se encontraron con un relato más bien turístico. Relató lo
bonito que se veía todo desde el cielo y también comparó el viaje con una
aventura de la Fórmula Uno. La velocidad y un leve mareo lo tenían arrobado en
sensaciones y apenas se interesó en el aspecto o las maquinarias que había
visto. Sin embargo, los describió como amables aunque bastante feos, como
aguavivas. Contó que le hacían preguntas respecto a las armas terráqueas y que
él les contó en detalle su método de armar gomeras y disparar con puntería. La
junta investigadora quería saber cosas como la posibilidad de una invasión, las
armas con las que contaban y los obispos estaban particularmente interesados en
sus creencias y su eventual vínculo con ángeles o seres demoníacos. Juan
Aguirre no supo contestar a nada de esto pero fue enfático en que le parecían
muy simpáticos, aunque de aspecto gomoso y blando.
Fue sometido al test de la verdad, a preguntas
capciosas, se le realizaron pruebas cerebrales, psicológicas y hasta se dudó de
que no fuera un espía de alguna potencia oriental o de un grupo terrorista convertido
en maestro del disimulo. Luego de semanas y una batería de exámenes se concluyó
que todo lo que decía era verdad y que no había más nada para sacarle.
Juan Aguirre amaneció tiempo más tarde con dos
marcas en la frente. Una roja en forma de flecha y una negra parecida a un
moño. Se miró al espejo y pudo ver como de a poco se iba transformando en una
especie de pepino con tentáculos. Se asustó al comienzo ya que le costaba
reconocerse y mientas sentía su cuerpo mutar a gran velocidad pensó que sus
amigos no le creerían que se trataba de él. Cuando sus ojos se hicieron grandes
como sopapas acercó su rostro al espejo y vio como sus pupilas tenían el tamaño
de galletas de chocolate. Oyó un ruido en el techo. El cielo raso comenzó
resquebrajarse y lo primero que pensó es que había ladrones merodeando. Tomó su
gomera y salió rumbo a la escalera. Cuando quiso subir notó que lo hacía a gran
velocidad como si se elevara por medio de una grúa. Observó sus pies de
gelatina rosa y se dio cuenta que poseía muchos pares que como un pulpo
transparente lo llevaban a gran ritmo rumbo a la terraza. Para cuando llegó
arriba y para su sorpresa estaban los extraterrestres aguardando y lo hicieron
subir de nuevo a la nave. Esta vez consiguió comunicarse con ellos en su idioma
que era un balbuceo emitido en forma gutural mientras unas burbujas salían de
su boca. Se alegró de que no hubiesen sido los ladrones que sospechaba.
Durante esa noche toda vida sobre la Tierra fue
destruida. De un solo golpe los invasores se quedaron con el planeta y el único
sobreviviente, aunque mutado, fue Juan Aguirre, el meta humano. Un híbrido
entre el universo de las medusas y el sapiens. Por algún motivo no enfermaba ni
envejecía.
Al poco tiempo los extraterrestres, aburridos, se
retiraron para saquear otros mundos y dejaron a Juan Aguirre al mando. Casó con
una hembra medusa que se quedó para hacerle compañía y tuvieron descendencia,
pequeños pepinillos de gelatina con docenas de tentáculos de colores. Siete
generaciones más tarde la raza humana, nacida de probetas volvió a poblar los
continentes y lo consideraron un dios.
JORS BJÜRKMAJ-TREJSTEIN,
2001 “INVERTE HOMINIS” (Ed. Smörvensson & Loeb)