No necesariamente un impostor es una mala persona. A veces es simplemente un niño en el cuerpo de un hombre. Pero siempre, siempre un hombre es un peligro, aún para sí mismo.
En eso pensaba Néstor el día en que recibió seis disparos en la cabeza.
Su capacidad e asimilar daño físico era tremenda. Su estructura vital compuesta de un híbrido de metalonina ardiente con microgránulos de cromofreón se autoreparaba en cuestión de instantes. No era inmortal ni mucho menos. Una comida podrida podría matarlo como a cualquiera. Solo sus músculos y sus huesos poseían esa capacidad. Por suerte sus enemigos no lo sabían. Un bacalao en mal estado lo hubiese llevado a otra vida. Seis balas no.

STEFFANÍA ANDERSON, 1999 (LAS CUBAS DE LA ETERNIDAD, Ed. Palenque-Sorensen)

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