Aún con las sabanas tibias arrastraron el cuerpo helado de la reina hasta la recámara del embalsamado. Sus pajes vestían negras túnicas y sus herederos ropajes de dorados. El cetro se hallaba en poder del albacea de la corte y la corona guardada bajo llaves. Sobre una piedra la colocaron. Sobre ella llovieron telas blancas y livianas. El fuego se expresó en naranja y amarillo y los ojos la reina se derritieron como jabón. El sabueso real mostró los dientes y la comadrona del castillo aullaba como una loba. Los cincuenta nietos corrían alrededor de la pira funeraria sin importarles más que la diversión de las chispas. Al amanecer solo quedaban cenizas. La muerte había hecho su trabajo evitando cuidadosamente las pasiones que encienden los recuerdos. Se la llevó al otro mundo, el mundo de los vivos.

LAS GARRAS DEL SAPO
Madeleine Albrecht, (1799-1845)

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