En la noche, entre los cañaverales, perdido y solo, se hallaba el lobo de las pampas. Su figura robusta y temible proyectaba una sombra muy larga, tan brillante estaba la luna, llena y blanca como mazapán. Caminaba lento, olfateándolo todo. Su hocico heredaba el conocimiento de miles de lobos que habían logrado sobrevivir al hambre, al diluvio y al hombre.
En sus ojos ardía un deseo tan intenso de sangre que solo una matanza saciaría su alma. La luna se volvía naranja a medida que el eclipse avanzaba. El lobo sabía que debía avanzar sin ser visto ni oído. Movió su gran cabeza hacia atrás y vio que era seguido. Satisfecho, siguió su camino. Tenía un plan, una estratagema y a cada paso se sentía más seguro. Era un Lobo Maestro. Un lobo consciente de sí mismo. Un lobo superior. Una bestia feroz y terrible pero despierto y audaz. Continuó su andar pisando con seguridad y confianza, dejando aquellas huellas que los cazadores seguirían sin duda, esperando matarlo por el solo hecho de haber nacido lobo. Sabía que algunos de los suyos podían convertirse en humanos y aún en seres más sanguinarios durante un eclipse naranja. Pero él no. Era un lobo puro, tan puro como agua de vertiente, tan antiguo como las piedras volcánicas, tan imprevisible como los meteoritos que caían de vez en cuando sobre la tierra yerma. Un lobo inmortal. Ese era su don y su desgracia. Un lobo para conducirlos a todos a la victoria final, al sublime ascenso de la supervivencia.
Los cazadores iban con fuegos de antorchas y armas de toda clase, de fuego, de metal, de puntas filosas y lazos de ahorque. Seguros de sí mismos, orgullosos de ser humanos, toscos aún en su inteligencia privilegiada y tan sanguinarios y crueles como se lo atribuían al animal, solo que no lo sabían, se pensaban como justicieros, como salvadores y aún como redentores. El lobo sabía eso, una intuición primigenia, los sentidos alertas y una determinación que los héroes de la antigüedad hubiesen deseado poseer.
Las plantas se movían apenas con una leve brisa otoñal. El eclipse tornaba la luna en un inmenso sol sin vida. La noche cubría todo como un magma de sombras.
De pronto el lobo pegó un salto por encima de las plantas que lo cubrían y fue visto por todos. Los hombres se apuraron en correr sin tratar de disimular su presencia. El lobo corrió como el viento y pegó un último gran salto. Un salto al vacío. El eclipse se hizo oscuridad total. Noche eterna. Noche sin despertar. Los hombres lo siguieron y cayeron en el gran pozo, un inmenso agujero de proporciones inimaginables que el lobo había cavado con sus patas de fiera inmortal. Todos murieron. El gran lobo los enterró cubriendo sus huellas con tierra fresca. Luego durmió, cien vidas durmió. Hoy hay un eclipse naranja y el gran lobo, maestro de todos los lobos está esperando su momento
SIGFRIDO MANNHEIM, 1766, CUENTOS POPULARES DE RÜHRSTEIG FLEISS, Colección del Museo de Bahrenheim, Codex 334
En sus ojos ardía un deseo tan intenso de sangre que solo una matanza saciaría su alma. La luna se volvía naranja a medida que el eclipse avanzaba. El lobo sabía que debía avanzar sin ser visto ni oído. Movió su gran cabeza hacia atrás y vio que era seguido. Satisfecho, siguió su camino. Tenía un plan, una estratagema y a cada paso se sentía más seguro. Era un Lobo Maestro. Un lobo consciente de sí mismo. Un lobo superior. Una bestia feroz y terrible pero despierto y audaz. Continuó su andar pisando con seguridad y confianza, dejando aquellas huellas que los cazadores seguirían sin duda, esperando matarlo por el solo hecho de haber nacido lobo. Sabía que algunos de los suyos podían convertirse en humanos y aún en seres más sanguinarios durante un eclipse naranja. Pero él no. Era un lobo puro, tan puro como agua de vertiente, tan antiguo como las piedras volcánicas, tan imprevisible como los meteoritos que caían de vez en cuando sobre la tierra yerma. Un lobo inmortal. Ese era su don y su desgracia. Un lobo para conducirlos a todos a la victoria final, al sublime ascenso de la supervivencia.
Los cazadores iban con fuegos de antorchas y armas de toda clase, de fuego, de metal, de puntas filosas y lazos de ahorque. Seguros de sí mismos, orgullosos de ser humanos, toscos aún en su inteligencia privilegiada y tan sanguinarios y crueles como se lo atribuían al animal, solo que no lo sabían, se pensaban como justicieros, como salvadores y aún como redentores. El lobo sabía eso, una intuición primigenia, los sentidos alertas y una determinación que los héroes de la antigüedad hubiesen deseado poseer.
Las plantas se movían apenas con una leve brisa otoñal. El eclipse tornaba la luna en un inmenso sol sin vida. La noche cubría todo como un magma de sombras.
De pronto el lobo pegó un salto por encima de las plantas que lo cubrían y fue visto por todos. Los hombres se apuraron en correr sin tratar de disimular su presencia. El lobo corrió como el viento y pegó un último gran salto. Un salto al vacío. El eclipse se hizo oscuridad total. Noche eterna. Noche sin despertar. Los hombres lo siguieron y cayeron en el gran pozo, un inmenso agujero de proporciones inimaginables que el lobo había cavado con sus patas de fiera inmortal. Todos murieron. El gran lobo los enterró cubriendo sus huellas con tierra fresca. Luego durmió, cien vidas durmió. Hoy hay un eclipse naranja y el gran lobo, maestro de todos los lobos está esperando su momento
SIGFRIDO MANNHEIM, 1766, CUENTOS POPULARES DE RÜHRSTEIG FLEISS, Colección del Museo de Bahrenheim, Codex 334