El espacio se curvó como por accidente en una dirección imprevista. La lánguida esfera probó ser tan pura y cristalina. La porción de luz que habitaba en sus ojos se presentó roja. bermellón y carmesí. El ingrediente fundamental para encontrar el punto oscuro era diáfano ante los ojos de aquel hombre al que llamaban el camaleón. No por azar se revistió de plata y marfil con gemas de brillantes y agregados de piedras negras. Sabía -como solo saben los que saben que saben- que la intención no valdría nada sin un gesto que respirara e invocara alguna clase de cualidad de un orden en extremo complejo. Por eso se negó a recibir ayuda del cielo. El costo, el pago y la presión podrían haberlo matado en un instante y eso era lo último que quería el inmortal. Su paso por la colmena de la vida le había sido de utilidad para conseguir algunos datos, apenas unos pocos, que lo harían aún más traslúcido y efervescente. Cuando algunos milenios atrás recibió aquel apodo -el camaleón- comprendió desde la lejanía que en el proceso de la mutaciones iría adquiriendo alguna forma que lo haría caminar por entre las estrellas como un habitante de entre mundos. Para cuando logró constituirse como una fuerza con los poderes del fuego y del rayo, decidió que era tiempo de convocar a sus hados. Cien mil seres incomprensibles se dispusieron a bailar alrededor de un fuego amarillo y las chispas del estallido se congelaron en el frío espacio de la inmensidad sin nombre ni fin. Allí, entre todos los posibles cambios del universo, se escribieron las leyes del juego. Cada gorrión, cada escalinata y todos los cientos de hechos posibles fueron analizados y convertidos en partículas de probabilidades. La danza duró una eternidad y todos concurrieron a la fiesta de la creación. El camaleón logró entonces que su deseo se cumpliera y halló la forma de crear otro mundo. En aquel lugar y en ese espacio era un dios. Sabía bien que era y sería un dios menor, algo así como un senescal de la puertas doradas. Pero a él le alcanzaría o eso fue lo que imaginó. No podía suponer ni prever que el trabajo implicaría un desgaste tan inmenso y tan arrasador que luego de un millón de años solo desearía haber muerto.
El tiempo le prestó su mano tierna y cansado y sin fuerzas fue llevado de la mano de ángel compasivo al silencioso sitio donde habitaban aquellos a quienes se les otorgaba el don de la evanesencia. El final, el dulce final se aparecía ante sus ojos sin pupilas como un lecho cálido y envolvente. El camaleón partió y ya nunca volvió.

KARINA OLMENN-HAUSER, 2008 "ESTRATOS LIBERTARIOS" (Ed. Iorgen)

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