Y Latia tuvo una visión.
Elefantes, cientos, tal vez miles de grises y gigantes bestias con colmillos blancos como el mármol.
Se acercaban al unísono con paso tranquilo pero inquietantemente firme.
Los de adelante levantaban la cabeza en señal desafiante y sus colmillos relucían a la luz del atardecer naranja y fucsia.
Los últimos rayos del sol se colaban sobre el marfil hiriéndolo de luz.
Como una clara miel espectral, el astro del círculo de oro bañaba a la inmensa congregación mamífera convirtiendo la inmensidad en un derroche de belleza salvaje natural y sobrecogedora.

Con cada pisada el suelo temblaba y como un magma de inteligencia ancestral y lejana, los elefantes parecían saber el espacio que ocupaban en el diagrama infinito de la existencia. Había miradas feroces y sin embargo totalmente carentes de agresividad. Era la expresión de un estado de acuerdo con la totalidad que los hacía parecer bestias santas.
Los había de varios tamaños, desde grandes criaturas cuyas orejas parecían sacudir el aire hasta pequeños, oscuros y veloces especímenes que parecían constituir una fuerza de choque emergiendo del polvo. La tierra vibraba.
La más extraña de las paradojas era el que mientras todo alrededor parecía en el más absoluto de los silencios, el andar de aquellas soberbias patas poderosas y seguras producían un estruendo de tal magnitud que se asemejaba a una total quietud.
Parecían en ese instante, los animales de Dios.

La visión cesó. Latia despertó de un sueño muy largo.
Había estado dormida por doce años.
Y en esa inmensa soledad, soñó con elefantes.
Nunca estuvo sola. Ellos se asociaron a su cuerpo por una mímesis de un orden inexplicable.
Cuando logró recuperar el habla y el movimiento, su pulsion de vida la llevó a caminar hacia un cerro. Vistióse con una gran capa y se pintó el rostro con signos incomprensibles.
Descalza, caminó sobre piedras y cardos, durante nueve lunas hasta el risco más alto en donde la roca era de metal y fuego.
Abrió sus brazos a la noche en un gesto de amparo y resignación, y se arrojó desde lo alto hacia el fuego eterno y frío de la oscuridad.
Fue recibida por sus elefantes. Fue llorada por sus hermanos.
Latia realizó el supremo sacrificio y en el instante en que traspasó el portal de los mundos, un cerco de humo invisible se forjó en torno a la manada y nunca más fue vista por ojos humanos.
Dicen que desde lo alto del cielo una voz sin sonido rió de felicidad y descansó.

NORRIS THEDAWPUKWAN, 1627 "HISTORIAS DE LA INDIA DE MIS ABUELOS" (Ed. Samadhal)

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