Cientos de años transcurrieron antes de que el dispositivo fuese descubierto. Escondido dentro de una cueva sobre un acantilado frente al mar, la entrada era prácticamente inaccesible. Imposible de ver desde afuera y riesgosa en extremo, había quedado a salvo por el tiempo exactamente necesario y la hora de su revelación había llegado.
Era un artefacto curioso, hecho de bronce, madera, cuero y gemas brillantes. Parecía un trineo, con un asiento y un manubrio. En la parte posterior había una serie de engranajes y otros rodamientos que parecían encastrar y ajustar a la perfección como un reloj gigante.
La mujer había llegado hasta allí deslizándose por una cuerda atada a una roca firme de granito. El movimiento era simple pero requería precisión y maestría; un error de apenas milímetros y la muerte estaría esperando entre hierros tan afilados como los dientes de la más temible criatura del mar. Debajo, un espacio vacío de mil metros, directo hasta el fondo del abismo entre los vapores de aquel volcán dormido pero alerta.
Fue entrenada desde chica. En el monasterio, no muy lejos de allí, al cual ingresó de pequeña, huérfana como era y sin más destino que morir en las calles y servir de alimento a los buitres.
Rena era su nombre y los años de preparación habían dado su fruto. Los Conjurados la habían adoptado y criado, pero lo más singular era que le habían hecho entrega de su propio poder. Por imanencia y la mímesis de la ceranía, habían transfigurado su materia para hacerla blanda como el éter y sutil como el vapor. Así, a los quince años, la joven Rena se impregnó con la sabiduría de los ancianos, la resilencia de las guerreras y la astucia del reino animal. Aquel lugar era el centro energético del mundo y allí, dentro de aquellos muros, se cocinaba el andar de los seres del mundo.
Sin embargo desde hacía un tiempo su poder había disminuido. Algunas claves para los rituales y algunas señas se habían perdido. Durante casi cuatrocientos años, habían intentado ingresar en la caverna para buscar una respuesta en aquel objeto extraño, perdido y que al parecer, dotaría de un poder sin límites a quienes lo poseyeran.
Pero nadie, de todos los entrenados durante siglos, había podido cruzar aquel umbral y volver con vida. La obsesión de los Conjurados fue, durante largo tiempo, encontrar la forma de ingresar en aquel espacio y buscar el elemento perdido.
Las frustraciones fueron la mayor parte de la historia de ésta búsqueda. Los que no morían al arrojarse los mil metros por la cuerda, eran perforados por los hierros oxidados que sobresalían a lo largo de todo el muro. Aquellos que lograban pasar aquella prueba morían por lo vapores de azufre y salitre que salían del centro caluroso de aquella boca infinita y cruel. Hubo quienes bajaron con máscaras y filtros y apenas superaban aquella instancia caían presos de la locura y el horror al contemplar sus reflejos en las gigantes placas de mica que multiplicaban mil veces sus miedos y miserias.
El mundo entero estaba en un momento peligroso. Se hablaba ya del fin del universo conocido. La señal de los tiempos, el ocaso de los humanos.
Faltaba muy poco para el gran eclipse. La luna traería su sombra y el sol, oculto y ausente, ya nunca volvería a ser la fuente de luz que alguna fuera.
Rena había sido educada en todos los misterios de la Orden y sabía la importancia de su misión.
Ejecutó los movimientos a la perfección. Roció su cuerpo con grasa de animal muerto y tapó su rostro con cuero humedecido con hierbas frescas. Construyó un recipiente con el estómago de res y guardó allí aire. Durante cinco años solo se concentró en hacer el movimiento adecuado. El control absoluto sobre cada músculo y cada bocanada de aire. Se balanceó desde lo alto, ante la mirada de todos sus mentores reunidos frente al acantilado, vestidos con su túnica y capuchas negras y rojas y saltó.
Hubo un instante de absoluto silencio, el viento se detuvo y los pájaros parecían haberse ido a otro hemisferio. Solo lo quietud, el vacío y la expectativa reinaron en aquel momento.
Y Rena desapareció.
Un vez adentro de la caverna, observó el extraño objeto. Pudo ver que lo que parecía ser una solución podría ser el paso a la aniquilación total. Percibió con todo su cuerpo que en aquel trineo se escondía, no la salvación sino el caos y el mal.
Tomó el objeto y lo arrojó al vacío. Tomó coraje y se arrojó tras el mismo.
Un vórtice de luz y viento se abrió frente a ella y un inmenso espacio la absorbió con la velocidad de las águilas. Fue apenas un segundo, un instante de velocidad brutal, casi irresistible para los cuerpos. Cuando despertó a medias, un sol naranja le iluminaba el rostro. Se levantó como pudo, y notó que la gravedad había sido alterada. Su cuerpo parecía pesar menos y caminaba como flotando, con pequeños saltos que la suspendían en el aire.
Dedujo que había cruzado el mar de los mundos y que se encontraba en el otro lado del universo. No se equivocaba.
LOTHAR GREYHOUSE, 2005 "LOS MUNDOS CONTIGUOS" (Ed. Pasadena)