Describir el lugar es una tarea de proporciones épicas.  
No tanto porque supone una enumeración casi infinita de objetos sino porque no hay imaginación lo suficientemente amplia y alocada para rearmar un espacio vital tan enmarañado.  
Había un tender roto; del techo colgaba una estructura metálica de alguna alineación liviana sujeta de hilos plásticos que se deslizaban sobre pequeñas roldanas fijadas al techo con brocas de acero incrustadas en el mismísimo hormigón armado.  
Algunas de las piezas de este aparejo estaba algo oxidadas, el hilo plástico algo sucio no siempre pasaba por el centro de la roldana sino que quedaba como mordido alrededor del eje de modo que no corría y todo el sistema quedaba inutilizable.  El tender se podía bajar o subir a voluntad, o al menos eso se pudo hacer en épocas pretéritas en las que el aparatejo sin duda funcionaba.  Una manija pequeña atornillada a la pared servía para subirlo y bajarlo, o al menos en teoría, puesto que un hilo –también grueso- ataba con nudo firme la manija al implemento fijado a la pared de modo que no se podía girar, haciendo que el sistema hubiera quedado en el olvido como algo que alguna vez cumplió un propósito.  
De modo que ahora la única forma –y posiblemente desde siempre la mas práctica- consistía en subirse a una pequeña escalera y colgar la ropa como lo hacen la mayoría de las gentes.
¿Cuánto hacía desde que el sistema, junto con todos los otros sistemas de la casa habían dejado de funcionar?.  
¿Era la falta de dinero para repararlos lo que convertía éste y tantos otros implementos en inútiles muestras de ingeniería mal resuelta?.  
Todas estas preguntas surgían en mi mente a medida que recorría después de mucho tiempo la casa de mi madre. 
A propósito, me llamo Conrado.
Para distraerme inventé un juego mental: describir todos lo elementos que andaban dando vueltas por la cocina mirando apenas algunos segundos.  
Una jarra de leche que por algún motivo no servía y que no había sido dada de baja con la idea de que sería útil para alguna otra cosa, unos veinte o treinta vasitos de plástico, unas botellitas en miniatura de coca – cola metidas dentro de un cajoncito de madera, un pequeño gato tallado en madera junto a la figura de un gallo también de madera oscura.  
Un cenicero -aunque nadie fumaba en la casa- y además estaba prohibido.  
Otro cenicero relleno de fósforos usados.  
Una colección de especieros, vacíos todos ellos.  
Un conejito de cerámica, espantoso.  
A un lado de la misma repisa descansaba una figurita de gnomo hecha de algún material moldeable al lado del un porta sahumerios.  
La lista seguía sin duda, cuando hice el recuento vi que me había olvidado de una cantidad importante de cosas: la jarrita de porcelana bordó, propaganda de algún whisky,  un implemento para enjuagarse los ojos y una trampa para cucarachas.  
Un pequeño cuenco de cerámica esmaltada en blanco rellena con tres hojitas de afeitar, un pedazo de hoja de cortante y una cucharita plástica para comer helado.  
Un juego de ollas de bronce en miniatura al lado de un filtro de papel para café endurecido y seco que había tomado la forma de una máscara para el polvo.  
Algunas tapas de recipientes y unos clips metálicos que seguramente habían llegado allí hacía ya mucho tiempo.
Me agoté, todo esto estaba en menos de dos metros por quince centímetros de alto y había que ser espía entrenado para poder retener tantas cosas tan disímiles.  
A pesar de haber crecido en esta casa aún me sorprendía su propiedad mesmérica de conservación del pasado.  
El tiempo no solo se detenía allí sino que estiraba el paso sobre el propio sentido de la realidad y el espacio.  
Allí un minuto era una hora o una hora un segundo.  
Había leído acerca de las teorías que dicen que una serie de líneas invisibles circulan por la tierra o por el aire y que son las que perciben los zahoríes con sus varillas horquilladas, y que esas líneas son energías que conviven con nosotros traspasándonos e influyéndonos y alterando el ambiente.  
No creo en esas cosas, pero si por algún motivo llegaran a existir sin duda aquí se cruzaron todas. 

LADISLAO CUBILLAS, 1976 "DEL AROMO Y EL CEMENTO" (Ed. Frontalies)

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