El espacio se hizo inmenso. Mutó a formas imprevisibles y desconcertantes.
Una cierta inconsistencia de la materia resaltaba los cantos brillantes de los muebles y los objetos.
El ruido hacía recordar a una sierra eléctrica, una soldadora o alguna máquina de matar.
Como un pulmón sometido al esfuerzo, así mismo las paredes se contraían y expandían desde el centro hacia los costados, formando una masa cóncava bailando al compás de una música inexistente.
El centro de aquel latido organizado como una sinfonía sin instrumentos era como una implosión de energía en un vórtice selectivo, una adecuación a las necesarias potencias involucradas.
De pronto estalló y todo se transformó en un campo vibratorio de luz y vapores.
En el mismo instante, volaron esquirlas de neón entre los presentes.
Algunos se tiraron al piso intentando evadir sus filosas y mortales puntas; hubo quienes se cubrieron con los manteles y almohadones.
Otros sin embargo tuvieron menor suerte y fueron astillados vivos y clavados contra las paredes vivientes despidiendo sangre con cada contracción de la pared.
Las lámparas del techo cayeron como pesadas piedras matando a más de uno y el parquet tomó las extrañas formas de una inmensa cama de faquir.
Era tan intenso el vibrar de la materia que casi no se podían oír los gritos de los pocos que aún quedaban vivos.
De pronto todo cesó.
Como si por un exceso de café se hubiese cortado el efecto de alcohol, todo quedó quieto.
Quieto y muerto.
Solo sobrevivimos Laurita, Maximiliano y yo.
Los tres nos miramos y salimos cabizbajos y temblando hacia la calle en busca de paz y consuelo.
No pudo ser peor.
No había más calle y mucho menos alguien para aminorar nuestras penas.
Todos estaban definitivamente muertos y enterrados bajo docenas de objetos de metal y piedra.
El mundo conocido se había convertido en una tumba y nosotros tres, en los últimos sobrevivientes del planeta.
LADISLAO LÓPEZ FURCAM, 1989 "ANTE TODO, LA ESPERA" (Ed. Rabinoci)