El estado de su mente solo podía definirse como crepuscular.
La escasísima luz dentro de de ese infinito espejo de formas y colores teñidas por la sombra antes del anochecer, era acaso el último obstáculo para la inundación de la nada.
El vacío se estaba apoderando de lo que quedaba de su sistema vital.
Órganos, huesos y músculos respondían en estado de mínima atención, algo así como un sedante de índole cósmica.
El plan de la entidad invasora era de tal perfección que incluso siendo siniestra, contenía algo de belleza. La mimesis de la carne y las ideas, como si el contenido de una fuese el envase de la otra y la suma de ambas un sistema más amplio e impredecible.
Siempre se trataba de lo mismo: infiltrar el sistema para hacerlo propio. Todos lo sabían. Una actividad de espionaje en el centro de lo manifestado y en la periferia de lo imprevisible
Se trataba de desmantelar las defensas con la precisión de un cirujano pero sin siquiera despertar el ánimo de guerra y defensa tan habitual en los humanos.
No es que esos sistemas de alerta fuesen de gran utilidad pero tendían a complicar los procesos de absorción de la vitalidad reinante y con ello desmejoraban considerablemente el placer del arrebato.
Trabajaban en equipo. Como todo ente invasor, se jactaban de poseer un ordenamiento de nivel superior al cual atribuían el éxito de sus incursiones.
Así, obtenían los resultados que preveían sin pagar los altos costos que pudiera ocasionar la idea en caso de que aquella mente presentara algún tipo de resistencia.
Era una forma de canalización de la experiencia que era llevada en bandejas doradas a aquellos que decían ser los auténticos dueños de la potencia residual imantada en la sangre de los humanos.
Como reyes de reyes no debían explicaciones a nadie y como tales creían ser inmunes a un hipotético reclamo por parte de quienes los rodeaban.
En la ansiedad de su deseo olvidaron sin embargo que también ellos debían cumplimentar su pagos. Nadie en toda la escala se libraba de dar la ofrenda necesaria para el mantenimiento del equilibrio.
Así lo habían dispuesto los creadores desde el principio y decían haber recibido las instrucción en forma de ensoñaciones desde el comienzo de los tiempos.
Aún antes de que la nada del vacío elemental, el gran ovoide cósmico, perdiera terreno frente a la presencia del elemento vida, aquel que creaba las acciones del no-mundo e inyectaba de fuerza vital, había planificado un suceder que contenía en su germen la destrucción y en su final un atisbo de llama primigenia.
Nada era por azar ni por causa alguna que pudiese ser identificada como una arbitrariedad sin sentido. Era, al comienzo de la rueda del fuego eterno, una apuesta, un impulso incontenible y soberano que lo llevó a dividirse mil veces y llenar la bóveda de la ausencia en un cardumen de chispas de oro.
Al flotar en líquido infinito, amparado por sí mismo desde el principio y hasta el final, sintió la eléctrica potencia del rayo presentar su vibración cálida y como un temblor incierto y portentoso, vio nacer la vida, su propia explosión y su misma marca replicándose en el infinito de su presencia.
NILS MÖEHRENSSEN, 1934 "HITOS EN LA HISTORIA DE LOS CUERPOS INVASORES" (Ed. SVENSSON & TISCH)
La escasísima luz dentro de de ese infinito espejo de formas y colores teñidas por la sombra antes del anochecer, era acaso el último obstáculo para la inundación de la nada.
El vacío se estaba apoderando de lo que quedaba de su sistema vital.
Órganos, huesos y músculos respondían en estado de mínima atención, algo así como un sedante de índole cósmica.
El plan de la entidad invasora era de tal perfección que incluso siendo siniestra, contenía algo de belleza. La mimesis de la carne y las ideas, como si el contenido de una fuese el envase de la otra y la suma de ambas un sistema más amplio e impredecible.
Siempre se trataba de lo mismo: infiltrar el sistema para hacerlo propio. Todos lo sabían. Una actividad de espionaje en el centro de lo manifestado y en la periferia de lo imprevisible
Se trataba de desmantelar las defensas con la precisión de un cirujano pero sin siquiera despertar el ánimo de guerra y defensa tan habitual en los humanos.
No es que esos sistemas de alerta fuesen de gran utilidad pero tendían a complicar los procesos de absorción de la vitalidad reinante y con ello desmejoraban considerablemente el placer del arrebato.
Trabajaban en equipo. Como todo ente invasor, se jactaban de poseer un ordenamiento de nivel superior al cual atribuían el éxito de sus incursiones.
Así, obtenían los resultados que preveían sin pagar los altos costos que pudiera ocasionar la idea en caso de que aquella mente presentara algún tipo de resistencia.
Era una forma de canalización de la experiencia que era llevada en bandejas doradas a aquellos que decían ser los auténticos dueños de la potencia residual imantada en la sangre de los humanos.
Como reyes de reyes no debían explicaciones a nadie y como tales creían ser inmunes a un hipotético reclamo por parte de quienes los rodeaban.
En la ansiedad de su deseo olvidaron sin embargo que también ellos debían cumplimentar su pagos. Nadie en toda la escala se libraba de dar la ofrenda necesaria para el mantenimiento del equilibrio.
Así lo habían dispuesto los creadores desde el principio y decían haber recibido las instrucción en forma de ensoñaciones desde el comienzo de los tiempos.
Aún antes de que la nada del vacío elemental, el gran ovoide cósmico, perdiera terreno frente a la presencia del elemento vida, aquel que creaba las acciones del no-mundo e inyectaba de fuerza vital, había planificado un suceder que contenía en su germen la destrucción y en su final un atisbo de llama primigenia.
Nada era por azar ni por causa alguna que pudiese ser identificada como una arbitrariedad sin sentido. Era, al comienzo de la rueda del fuego eterno, una apuesta, un impulso incontenible y soberano que lo llevó a dividirse mil veces y llenar la bóveda de la ausencia en un cardumen de chispas de oro.
Al flotar en líquido infinito, amparado por sí mismo desde el principio y hasta el final, sintió la eléctrica potencia del rayo presentar su vibración cálida y como un temblor incierto y portentoso, vio nacer la vida, su propia explosión y su misma marca replicándose en el infinito de su presencia.
NILS MÖEHRENSSEN, 1934 "HITOS EN LA HISTORIA DE LOS CUERPOS INVASORES" (Ed. SVENSSON & TISCH)