Las lianas caían sobre los pastizales quemados por el sol ondeando su forma irregular y marcando el piso con la huella del viento.
Los árboles tan altos que desafiaban la imaginación se abrían paso hacia el infinito con los brazos abiertos como pidiendo clemencia a los dioses de la flora.
Las escasas hojas que aún quedaban estaban resecas y agrisadas. 
Un calor devastador lo consumía todo. 
Del piso se podía ver un humo gris desprendiéndose de la hierba chamuscada. Era el verano tórrido en el planeta de la Gran Escama. 
El sol de esta constelación era particularmente violento. Los rayos ultravioletas clavaban sus uñas sobre toda la superficie dejando heridas incurables.
Habíamos llegado allí en una cápsula enviada hacía más de diez años. 
En estado de criogenia no pudimos controlar el desvío y despertamos en este horno a fuego lento. 
La estadística no parecía jugar a nuestro favor. Nadie, nunca había sobrevivido a un planeta en estas condiciones y sin reservas de agua.
Al mirar el cielo sabíamos que no había esperanza de lluvias ni rocío refrescante. 
La mañana sería como la tarde y así eternamente hasta el fin de los tiempos. Maya propuso que fuéramos hacia abajo. 
Descartada la superficie y sin nubes, decidimos cavar hacia las profundidades y probar nuestra suerte.
Encontramos unas grietas que se producían por la fuerza que hacían las raíces para anclarse en la tierra. Por otro lado, si había árboles es porque de algún lado sacaban agua o a al menos humedad.
Seguimos las raíces y con picos-láser rompimos aún más los surcos profundos. 
Descendimos más y más profundo hasta encontrarnos en la oscuridad total. 
Los láser dejaron de funcionar y nuestras linternas ya no tenían batería. Nuestra única guía eran las raíces que parecían no tener fin. 
Avanzábamos al tacto agarrados de las piernas de los árboles y continuamos ingresando en el mundo de la materia tierra entre huecos y espacios en donde de pronto podía percibirse un frescor, un viento reparador y por alguna extraña razón, la garganta ya no parecía resquebrajarse. 
Había alguna clase de humedad. 
Continuamos con las últimas fuerzas que nos quedaban, Maya y yo, los últimos sobrevivientes del planeta tierra, ingresando en las profundidades de un espacio ignoto y hostil, hacia un destino sin luz ni nombre.
De pronto nuestros pies fueron bautizados. 
Agua brotando y salpicando de abajo hacia arriba mojándolo todo, creando la magia de la risa entre nosotros. Bebimos en abundancia y nos refrescamos la piel. Avanzamos. 
El centro de este mundo era un gran mar sin sal. Mejor dicho una laguna pero del tamaño de siete océanos. 
Y allí habitaban seres voladores y acuáticos. 
Una gran masa de agua perfectamente cuidada por el recipiente perfecto; un planeta entero al servicio de una vida íntima y secreta

GIMENA TORRES-LÓPEZ, 1979 "VIAJES INTERMATERIALES" (Ed. Sixto Laguna)

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