Aquellos ojos destilaban un odio malsano.
Del centro de sus pupilas emergía una falta de luz que las hacía verse como agujeros negros, espacios para hundirse en la desesperación y la agonía.
Su sonrisa pertenecía mas bien al mundo de las muecas. Una incrustación pétrea que quería parecer amable y que terminaba congelando el corazón. La nariz afilada parecía como el pico de un halcón, la demostración de una voluntad férrea e incontenible.
En total el aspecto de aquel rostro producía un frío en los huesos y en la piel.

Era un enojo contenido, y la rabia espumosa estaba todo el tiempo a punto de estallar. Y Ananda tenía sus motivos. Su infancia fue una suma de experiencias dolorosas, tristes y traumáticas.  Su juventud una suma de frustraciones y dolorosos desplantes.

Caminó hasta la marca hecha en el piso y se paró observando a sus verdugos.
Estaban ya encapuchados y con las hachas afiladas.
Los miró fijo. Se arrodilló frente a la estructura de madera y apoyó la cabeza para que fuera rebanada por el acero implacable. 
Los verdugos habían sido seleccionados por su capacidad de resistir la presión y se esperaba que esta vez pudiesen realizar su cometido.
Ananda había sido condenada ya dos veces antes y ante el dictado de la sentencia de muerte los verdugos sencillamente no podían hacer la ejecución. Ni siquiera las amenazas del juez sirvieron para movilizar a los encapuchados. Estaban paralizados, muertos de terror. Sin más deseos que huir. Huir y pedir perdón, por todo, por lo que hicieron o dejaron de hacer.

Ananda se mantuvo mansa y sonriente. Esa horrible sonrisa de payaso viejo. La posesión del estigma de un rostro exótico y la fiereza de su mirada clavándose en el alma de quien se atreviera a cruzarla con la vista.
Uno de los verdugos, el más alto, se arrodilló ante ella y lloró. Luego sacó un puñal y se rebanó el cuello. Cayó muerto y el piso se tiñó de rojo. El otro en cambio se arrojó contra un poste con tal fuerza que también murió en el acto.
El juez con toda su vestimenta ostentosa y la parafernalia de sus tocados, peluca y birrete, cayó fulminado por un rayo que venido desde un cielo azul y sin tormenta solo podía interpretarse como una señal de dios.
Los presentes, el pueblo entero que observaba fue devorado por una enorme grieta que se abrió bajo sus pies y se los tragó para siempre.
La condenada quedó sola y una vez más su tormento no parecía tener fin.
Ni siquiera la muerte quería recibirla.

RAMIRO DEL SIERRA, 1923 "ROBANDO ALMAS AL DEMONIO" (Ed. Señoría & Bausch)

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