Desde lejos se divisaba la figura del enorme hombre sentado en una silla apostada frente a las rejas de una casa, la suya.
Un sujeto inmenso y gordo como un elefante.
De barba papanoélica y unos ojos azules que junto a las arrugas de su rostro lo hacían parecer un dios de alguna religión pagana.
Tenía un rosario entre las manos y recitaba murmurando para sus adentros las frases de rigor.
Padecía de una dolencia cardíaca debida al exceso de grasa en su cuerpo y seguía vivo –según él- por gracia de la Virgen de Santorini, a la cual encomendaba sus oraciones.
En el barrio algunos pensaban que era una especie ser superior, tal vez por su extravagancia fisonómica o por su serenidad ante los contratiempos de la vida.
Don Carlos pasaba sus mejores horas en su silla como un vigía, contemplando las gentes del lugar, vecinos, paseantes, vendedores y aún ilustres desconocidos eran saludados por igual por Don Carlos.
Don Carlos sufría de calores. Su inmensidad le ocasionaba algunas molestias que sin embargo tomaba con rara dignidad. Sillas muy pequeñas o muy frágiles, ropas demasiado ajustadas. Puertas infranqueables e incomodidades diversas que Don Carlos tomaba con la hidalguía de quien acepta su destino.
Su madre, Doña Epifanía Klemmenmann sabía ser modista.
Doña Epifanía, tenía su taller, muy bien montado en el cuarto de arriba de la antigua casona. En ella atendía a sus clientes que le encomendaban los mas diversos trabajos.
Al fallecer Doña Epifanía, Don Carlos fue el último de los Klemmenmann. Don Carlos no había formado una familia cohibido desde chico por su inmensidad excesiva.
Había tenido amantes, algunas de las cuales su hubiesen casado con él si se les hubiese propuesto, pero el tiempo pasó y así fue que quedó soltero.
Don Carlos desapareció una mañana de abril disolviéndose en el aire para encontrarse con una bella joven negra, enviada por la Virgen de Santorini en respuesta a sus ruegos.
Volvió a materializarse después de un tiempo y volvió a su silla.
A nadie pareció sorprender su regreso como tampoco lo había hecho su ausencia. Además del rosario tenía ahora en sus manos una pequeña estatuilla negra de una mujer tallada en ébano.
MARTÍN UMAZZA, 1976 "DON CARLOS EL DIOS" (Ed. Pannael)