Desperté sobresaltado, había tenido –por fin- la visión que esperaba secretamente desde hacía tiempo.
Finalmente, y después de años de esperar entre las brumas del sueño, aparecieron las águilas en Buenos Aires.
Era un día lluvioso, terrible.
El viento arrasaba con los árboles y el cielo estaba escondido tras un gris oscuro que parecía llevarse la luz del mundo. Sobre las pilastras que adornaban las esquinas del puente Sur se habían apoyado dos de la Águilas, una a cada lado de la calle.
Eran inmensas. Majestuosas. Hechizantes.
Otras tres Águilas sobrevolaban la ciudad jugando con el viento.
Dios sabe lo inmensas que eran esas Águilas, aún más grandes que el más gigantesco de los cóndores.
Sabía que algún día vendrían, no esperaba que fuera tan pronto.
Salí corriendo en medio de la tormenta y a pesar de sentir el más frío de los terrores en mis huesos no pude mas que quedar maravillado. Era un espectáculo maravilloso, sublime.
Anduve unos pasos agarrándome de la baranda del puente y ya no pude seguir más, el viento me detenía y ni con toda mi fuerza pude seguir un solo paso más. La lluvia helada me castigaba el rostro como miles de dardos y el aire era casi irrespirable, frío como el hielo.
Y allí entre las más cruel de las tormentas, volaban como flotando, como indiferentes a todo, las Águilas del cielo. Sus alas abiertas de par en par, majestuosas, dignas, volaban las soberbias criaturas.
No vi mas gente que yo mismo ni tampoco vi colores, era todo gris, gris y blanco y negro, borroso.
Me sentí sobrecogido.
Tomé unas bocanadas de aire poniéndome un pañuelo en la boca para calentarlo y me quedé mirando ¿Qué harían?
¿Atacarían?.
No. No estaban hambrientas ni eran sanguinarias, ni salvajes ni y mucho menos seres inconscientes.
Mas bien parecían estar mas despiertas que yo.
De pronto pude ver el ojo de una de las Águilas.
Y sentí pavor. Había inteligencia consciente en ese mirar. Pero no había en ellos rastros de dulzura, ni compasión, ni odio ni temor.
Eran los más alejado de un ojo humano que viera vez alguna. Había en cambio sabiduría, una embriagante sensación de totalidad y plenitud en ese ojo.
El Águila notó mi mirada y yo me paralicé, quedé helado, mudo, medio muerto y sin embargo mas despierto que nunca.
Y no pude pensar en nada mas que en ese ojo eterno y poderoso que me miraba indiferente.
Yo no le importaba, me veía y me ignoraba.
De pronto todo se desvaneció, las nubes, el cielo tormentoso, el gris tomó color y las Águilas se fueron, enormes, poderosas, vastas, insondables.
¿Adónde se habrán ido?.
Me pregunto si algún día volverán y para que han venido.
NÉSTOR OSVALDO SALGÁN, 1984 "ÁGUILAS EN BUENOS AIRES" (Ed. Coop. TELEVERA)