Era un extraño caso de realidad ininteligible. Estábamos en alguna clase de hotel en las afueras de un raro paisaje en donde a pesar de las plantas bien cuidadas y la construcción adecuada, parecía que la ausencia de voluntades fuera la nota central en la que estaba sintonizada aquella situación.
No era un lugar en el sentido estricto de la palabra. Nadie podría explicar con claridad como es que habíamos recaído en ese espacio. Solo las tinieblas que invaden el mundo de los sueños podría eventualmente dar sentido a una construcción cuyas paredes parecían más vivas que quienes lo atendían y habitaban. Un horror primigenio y omnipresente en todo mi cuerpo me hacía estar sin permanecer y observar en medio de una espesa sensación de incapacidad perceptiva. Estaba claro que me había metido en un cuadrante no permitido. No usaba drogas ni alcohol y ni siquiera me gustaba husmear por los oscuros rincones del lado tenebroso de la existencia. Y sin embargo me hallaba allí, atrapado por una fuerte y magnética fuerza que inclinaba mi balanza interna hacia las sensaciones más amargas y ajenas. Dadas las circunstancias decidí continuar. El hotel en cuestión estaba al parecer bien construido. Las mesas y sillas, la amplia barra de madera con botellas de bebidas alcohólicas y las cortinas de pesado terciopelo junto a una iluminación más bien débil, conferían un tufo mortuorio al ambiente.
Entramos con mi hermano y de pronto, como tomados por una succión de la atmósfera, todo se volvió tan irreal que nuestra presencia era claramente una intrusión. La cualidad siniestra de la energía circundante era tan aplastante que no permitía movimientos ágiles y menos aún pensamientos sutiles. Un encuentro con la imposibilidad de la determinación y la falta de la luz de la vida convertía los segundos en densas horas cargadas de imposibilidad y de inercia.
Mi hermano, que por lo general vestía de manera informal y alegre, llevaba un largo tapado de piel de camello y una corbata demasiado fina anudada a la camisa como si fuese la primera vez que utilizaba semejante atuendo. Cuando lo vi allí parado no me percaté que ya no era él y luego me di cuenta que nada allí era lo que aparentaba. De hecho, al rato mientras corría por un pasillo, recordé que había llegado solo a aquel lugar.
Me dijo que vaya solo, que vería incluso a mi padre por allí tal vez tomando algo en las comodidades del hotel y yo, dormido y con mis antenas poco pulidas, decidí hacerle caso.
Cuando pasé por al lado del comedor, miré con curiosidad hacia una mesa en la que una familia al parecer estaba comiendo. Al instante, como despegada de la silla y en un atajo del tiempo, una mujer se apareció frente a mí, recorriendo los numerosos metros entre la mesa y la puerta en apenas una milésima de segundo y me sonrió, con la mueca más fría del mundo. No me asusté solo porque estaba impedido de poder digerir la situación. Solo mi instinto de supervivencia parecía estar intacto y me sacó de allí sin explicarme a mí mismo ni motivos ni argumentos. Me metí por un pasillo más oscuro aún que el resto del hotel. El empapelado de flores antiguo y amarillento era casi una invitación al suicidio por mal gusto. Unas lámparas de bronce sin pulir parecían estar brotando de las paredes como ramas endemoniadas y apenas luminosas, casi como un resplandor malsano, un reflejo de pálida luz que solo iluminaba los muy escasos centímetros alrededor de su propia materia.
Algo comenzó a arder dentro de mí. Una especie de serpiente maloliente que quisiera apoderarse de mi alma y de mi cuerpo, buscando mis ojos y mis oídos, mi nariz, boca y hasta los poros para insertarse como el hálito de un dragón hambriento y oscuro en busca de alimento de plasma vital. La materia inorgánica tan espesa que parecía estar impregnada en las paredes y en las alfombras raídas eran de tal densidad que incluso costaba traspasar el aire como si este se hubiese convertido en agua respirable.
Al llegar a una puerta contigua a una pequeña salita un hombre me deja pasar y cuando me doy vuelta otro hombre, ambos de trajes grises y viejos, lo atacó con la fiereza de un poseído y la lentitud de un muerto en vida. El segundo hombre se defendía pero casi por costumbre. A ninguno de los dos parecía importarle el hecho de estar allí forcejeando como si se tratara de una escena ensayada y repetida mil veces. Corrí agitado, con el corazón exaltado y latiendo fuerte y pesado como tratando de bombear sangre y ánimos al resto de mi cuerpo para poder huir.
Logré cerrar la puerta y sentí los golpes de los cuerpos en su pelea sin propósito. Me preocupé por un bolso que traía y que se me había caído. Por alguna razón me quedé un rato buscándolo a pesar de que hubiese sido más conveniente correr. Tal era la sensación de pesadez que una parte de mi pequeña humanidad deseaba quedarse allí y olvidarse de todo para vivir o morir para siempre en la tierra de los mundos contiguos, en la negación y la ausencia, perdido para siempre como un mártir del entusiasmo, un ausente con aviso de la vida.
Por suerte -si es que la suerte existe- logré despertar de aquel sueño, pesadilla que como un ave de necrópolis sobrevuela en los portales de la existencia entre la fina cortina entre el mundo de los vivos y el reino de los fallecidos.
Pido a Dios mi señor que me acompañe. He visto lo que allí sucede y ya no tendré paz. Apenas he tenido el buen tino de no volver porque allí adentro se descompone el alma y se enrarece la existencia. El costado de las tinieblas no es como un infierno de llamas ardientes sino como anillos constrictores en los dominios de la asfixia y la ceguera.
CARL NORMAN WEILER, 1926 "EL TERROR DE LAS TINIEBLAS" (Ed. Conaway)
No era un lugar en el sentido estricto de la palabra. Nadie podría explicar con claridad como es que habíamos recaído en ese espacio. Solo las tinieblas que invaden el mundo de los sueños podría eventualmente dar sentido a una construcción cuyas paredes parecían más vivas que quienes lo atendían y habitaban. Un horror primigenio y omnipresente en todo mi cuerpo me hacía estar sin permanecer y observar en medio de una espesa sensación de incapacidad perceptiva. Estaba claro que me había metido en un cuadrante no permitido. No usaba drogas ni alcohol y ni siquiera me gustaba husmear por los oscuros rincones del lado tenebroso de la existencia. Y sin embargo me hallaba allí, atrapado por una fuerte y magnética fuerza que inclinaba mi balanza interna hacia las sensaciones más amargas y ajenas. Dadas las circunstancias decidí continuar. El hotel en cuestión estaba al parecer bien construido. Las mesas y sillas, la amplia barra de madera con botellas de bebidas alcohólicas y las cortinas de pesado terciopelo junto a una iluminación más bien débil, conferían un tufo mortuorio al ambiente.
Entramos con mi hermano y de pronto, como tomados por una succión de la atmósfera, todo se volvió tan irreal que nuestra presencia era claramente una intrusión. La cualidad siniestra de la energía circundante era tan aplastante que no permitía movimientos ágiles y menos aún pensamientos sutiles. Un encuentro con la imposibilidad de la determinación y la falta de la luz de la vida convertía los segundos en densas horas cargadas de imposibilidad y de inercia.
Mi hermano, que por lo general vestía de manera informal y alegre, llevaba un largo tapado de piel de camello y una corbata demasiado fina anudada a la camisa como si fuese la primera vez que utilizaba semejante atuendo. Cuando lo vi allí parado no me percaté que ya no era él y luego me di cuenta que nada allí era lo que aparentaba. De hecho, al rato mientras corría por un pasillo, recordé que había llegado solo a aquel lugar.
Me dijo que vaya solo, que vería incluso a mi padre por allí tal vez tomando algo en las comodidades del hotel y yo, dormido y con mis antenas poco pulidas, decidí hacerle caso.
Cuando pasé por al lado del comedor, miré con curiosidad hacia una mesa en la que una familia al parecer estaba comiendo. Al instante, como despegada de la silla y en un atajo del tiempo, una mujer se apareció frente a mí, recorriendo los numerosos metros entre la mesa y la puerta en apenas una milésima de segundo y me sonrió, con la mueca más fría del mundo. No me asusté solo porque estaba impedido de poder digerir la situación. Solo mi instinto de supervivencia parecía estar intacto y me sacó de allí sin explicarme a mí mismo ni motivos ni argumentos. Me metí por un pasillo más oscuro aún que el resto del hotel. El empapelado de flores antiguo y amarillento era casi una invitación al suicidio por mal gusto. Unas lámparas de bronce sin pulir parecían estar brotando de las paredes como ramas endemoniadas y apenas luminosas, casi como un resplandor malsano, un reflejo de pálida luz que solo iluminaba los muy escasos centímetros alrededor de su propia materia.
Algo comenzó a arder dentro de mí. Una especie de serpiente maloliente que quisiera apoderarse de mi alma y de mi cuerpo, buscando mis ojos y mis oídos, mi nariz, boca y hasta los poros para insertarse como el hálito de un dragón hambriento y oscuro en busca de alimento de plasma vital. La materia inorgánica tan espesa que parecía estar impregnada en las paredes y en las alfombras raídas eran de tal densidad que incluso costaba traspasar el aire como si este se hubiese convertido en agua respirable.
Al llegar a una puerta contigua a una pequeña salita un hombre me deja pasar y cuando me doy vuelta otro hombre, ambos de trajes grises y viejos, lo atacó con la fiereza de un poseído y la lentitud de un muerto en vida. El segundo hombre se defendía pero casi por costumbre. A ninguno de los dos parecía importarle el hecho de estar allí forcejeando como si se tratara de una escena ensayada y repetida mil veces. Corrí agitado, con el corazón exaltado y latiendo fuerte y pesado como tratando de bombear sangre y ánimos al resto de mi cuerpo para poder huir.
Logré cerrar la puerta y sentí los golpes de los cuerpos en su pelea sin propósito. Me preocupé por un bolso que traía y que se me había caído. Por alguna razón me quedé un rato buscándolo a pesar de que hubiese sido más conveniente correr. Tal era la sensación de pesadez que una parte de mi pequeña humanidad deseaba quedarse allí y olvidarse de todo para vivir o morir para siempre en la tierra de los mundos contiguos, en la negación y la ausencia, perdido para siempre como un mártir del entusiasmo, un ausente con aviso de la vida.
Por suerte -si es que la suerte existe- logré despertar de aquel sueño, pesadilla que como un ave de necrópolis sobrevuela en los portales de la existencia entre la fina cortina entre el mundo de los vivos y el reino de los fallecidos.
Pido a Dios mi señor que me acompañe. He visto lo que allí sucede y ya no tendré paz. Apenas he tenido el buen tino de no volver porque allí adentro se descompone el alma y se enrarece la existencia. El costado de las tinieblas no es como un infierno de llamas ardientes sino como anillos constrictores en los dominios de la asfixia y la ceguera.
CARL NORMAN WEILER, 1926 "EL TERROR DE LAS TINIEBLAS" (Ed. Conaway)