La lomada era alta. Desde arriba se divisaba el río Maco. Cien cabezas de ganado pastaban tranquilas al mediodía.
Las nubes gustaban de pasear por esas tierras y los pájaros tenían predilección por sus árboles robustos y añejos.
Era curioso que incluso los insectos eran diferentes a todos los conocidos. Grandes escarabajos de colores radiantes y con combinaciones que parecían diseñadas por artistas; hormigas con cabeza amarilla y cuerpos turquesa, cien pies que llevaban los colores el arco iris como estampados en el caparazón y verdes bichitos que parecían iluminarse y brillar como velas.
Algunas aves eran de tal belleza que al abrir sus alas y flotar por el cielo uno podía presentir la presencia de la fuerza de la creación en toda su poderosa armonía. Había un pájaro en especial al que llamaban "bicornio" y que tenía cuatro alas de modo que a la distancia parecía un hermoso híbrido con orígenes de mariposa. Los buambos, pequeños cervatillos tricolores corrían de aquí para allá dando saltos espléndidos que parecían desafiar la gravedad. También se podían ver los grandes alamones, que con su inmensa cornamenta enroscada y de casi un metro de largo, caminaban tranquilos sin ser molestados. Las serpientes tenían un status especial dentro del rango del universo de la aristocracia animal. Todos sabían que eran las descendientes directas de los dragones y que contenían en sus genes, además de sus conocida capacidad de matar con veneno, la cura para casi todos los males.
Señoras del mundo natural, se deslizaban sinuosas entre las ramas y los piedras y de vez en cuando levantaban la cabeza para mirar el horizonte. Entonces, todos los presentes, mamíferos o reptiles, aves o híbridos inclinaban sus cabezas para saludarlas con respeto y admiración. Ellas, majestuosas y temibles, seguían su paso lento mientras con su lengua bífida olían los alrededores y custodiaban sus dominios.

Ese era mi mundo. Allí crecí y en ese entorno de maravillas se formaron en mi mente las pulsiones de vida que me hicieron ser un convencido de lo maravilloso, un entusiasta de lo poco conocido y un admirador de lo diverso.
Pero un día nos fuimos.
Mi padre debió marchar a la guerra. La gran guerra, la guerra de todas las guerras. Fuimos exiliados de nuestro pequeño paraíso y terminamos hacinados en las casas de cemento de las ciudades grises desde donde se enviaban soldados a todo el territorio. Papá murió. Mi madre nos crió como pudo, pero en un momento, ante el hambre y la peste nos tuvo que dar en adopción. Fuimos separados mis cinco hermanos y yo y enviados a distintos lugares del planeta.
A mí me tocó en suerte llegar a un lugar gélido y gris en las tierras del norte. A mis hermanos hasta el día de hoy no los volví a ver. Tardé más de seis días en llegar a mi nuevo hogar, en un viaje en carreta.
Mis padres adoptivos me trataron bien, me criaron con esmero, me educaron y me amaron. Sin embargo había una condición implícita -nunca dicha- pero que era la base de nuestra relación: había que olvidar el pasado. Nunca más pude hablar ni pensar ni compartir mis experiencias en las sagradas tierras de mi infancia.
Hasta el día de hoy.
Ambos fallecieron por la rúbila, la enfermedad que está matando a todos por aquí y no me sorprendería que también en todo el mundo conocido.
Me dirijo ahora a buscar aquel lugar de magia y protección que apenas recuerdo y veré si puedo encontrar a la madre de todas las serpientes y pedirle su ayuda. Si me escucha podría tal vez, reparar estos daños, curar a los enfermos y volver a sentir la fresca dulzura de mi infancia.

MARIE-LAURIE VERSIC, 1923 "EL EDEN DE LA CAÍDA" (Ed. Ponnenthal)

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