La peste amarilla había invadido la ciudad y casi todos habían sido infectados. Como un desprendimiento de alguna clase muy agresiva de la influenza ésta particular forma se propagó en la población entera en una sola noche. Todos despertaron con síntomas de resfrío, ataques de dolor de cabeza y la sensación de irrealidad circundante que hacía que las gentes parecieran andar como en estado de aturdimiento mayor al habitual.
Hasta ese momento no pasaba de ser una curiosa anécdota acaso interesante para los profesionales de la salud, pero todo cambió cuando el comportamiento de las personas se vio alterado al punto de convertirlos a la mayoría en asesinos.
Loa automovilistas entre sedados y excitados de una extraña manera parecían encontrar diversión en arrollar a los transeúntes e incluso pasarles el vehículo varias veces por encima mientras que otros se abalanzaban sobre las vidrieras para incrustarse en ellas a toda velocidad. Algunos usuarios de bicicletas por lo general gente tranquila tomaron palos, hachas y cualquier elemento punzante y se los clavaban mutuamente y a la carrera como si se tratara de justas medievales, sin armadura, estandartes y sin ningún propósito. El vendedor de revistas y diarios apareció de repente detrás de su mostrador con una carabina 22 y comenzó a disparar hacia todos lados, matando a algunos y haciendo estallar los vidrios algunos negocios de los cuales salían los dueños con cuchillos y pistolas dispuestos a arremeter contra todos. Los jóvenes que paseaban perros decidieron soltarlos y los cánidos, también afectados por virus amarillo enloquecieron y comenzaron a morder y desgarrar a cuanto humano encontraban a mano con predilección de niños y ancianos que no podían huir. El barrio, por lo general tranquilo y alegre se había convertido en un circo de muerte y destrucción anárquica y sin sentido.
A las doce en punto sonaron las campanas de la iglesia de San Román. De pronto, como si se tratara de un apagón todos se quedaron dormidos. Por inercia algunos coches continuaron su andar y los ciclistas cayeron al piso. Todos se quedaron tal cual estaban, la respiración acompasada y los ronquidos de algunos contrastaban con las radios y televisores encendidos en los negocios y hogares. A las horas comenzaron a despertarse y a incorporarse lentamente como atontados y con dolor en los músculos. Incapaces de comprender lo sucedido y sin una pizca de memoria, miraron aquel cementerio a cielo abierto, las astillas de madera clavadas en los cuerpos aún sangrantes y todo el caos desplegado como un concierto de la iniquidad. Incapaces de procesar y comprender aquello y con sus sentidos aún aplacados y anestesiados, se dedicaron con esmero a barrer la suciedad, limpiar la sangre y las tripas y apilar los cuerpos para luego quemarlos en una gran hoguera.
Todos los sobrevivientes se juntaron en círculo alrededor de la gran pira de fuego para honrar a los fallecidos sin conectar ni por un segundo que ellos mismos habían sido sus matadores. Asesinos sin memoria, animales enfurecidos masacrando amigos, vecinos y hermanos. Ahora, con la tranquilidad que les daba la ignorancia de sus propios actos, se encontraban adustos y respetuosos observando la transmutación en cenizas de los que hacía solo algunas horas atrás caminaban como ellos por las calles, penas antes de que la peste amarilla hiciera estragos. Muerte y olvido. La receta perfecta.
LOREEN ARMENDUEN, 1988, "DE LAS PESTES Y LA MEMORIA" (Ed. Sanjansen)
Hasta ese momento no pasaba de ser una curiosa anécdota acaso interesante para los profesionales de la salud, pero todo cambió cuando el comportamiento de las personas se vio alterado al punto de convertirlos a la mayoría en asesinos.
Loa automovilistas entre sedados y excitados de una extraña manera parecían encontrar diversión en arrollar a los transeúntes e incluso pasarles el vehículo varias veces por encima mientras que otros se abalanzaban sobre las vidrieras para incrustarse en ellas a toda velocidad. Algunos usuarios de bicicletas por lo general gente tranquila tomaron palos, hachas y cualquier elemento punzante y se los clavaban mutuamente y a la carrera como si se tratara de justas medievales, sin armadura, estandartes y sin ningún propósito. El vendedor de revistas y diarios apareció de repente detrás de su mostrador con una carabina 22 y comenzó a disparar hacia todos lados, matando a algunos y haciendo estallar los vidrios algunos negocios de los cuales salían los dueños con cuchillos y pistolas dispuestos a arremeter contra todos. Los jóvenes que paseaban perros decidieron soltarlos y los cánidos, también afectados por virus amarillo enloquecieron y comenzaron a morder y desgarrar a cuanto humano encontraban a mano con predilección de niños y ancianos que no podían huir. El barrio, por lo general tranquilo y alegre se había convertido en un circo de muerte y destrucción anárquica y sin sentido.
A las doce en punto sonaron las campanas de la iglesia de San Román. De pronto, como si se tratara de un apagón todos se quedaron dormidos. Por inercia algunos coches continuaron su andar y los ciclistas cayeron al piso. Todos se quedaron tal cual estaban, la respiración acompasada y los ronquidos de algunos contrastaban con las radios y televisores encendidos en los negocios y hogares. A las horas comenzaron a despertarse y a incorporarse lentamente como atontados y con dolor en los músculos. Incapaces de comprender lo sucedido y sin una pizca de memoria, miraron aquel cementerio a cielo abierto, las astillas de madera clavadas en los cuerpos aún sangrantes y todo el caos desplegado como un concierto de la iniquidad. Incapaces de procesar y comprender aquello y con sus sentidos aún aplacados y anestesiados, se dedicaron con esmero a barrer la suciedad, limpiar la sangre y las tripas y apilar los cuerpos para luego quemarlos en una gran hoguera.
Todos los sobrevivientes se juntaron en círculo alrededor de la gran pira de fuego para honrar a los fallecidos sin conectar ni por un segundo que ellos mismos habían sido sus matadores. Asesinos sin memoria, animales enfurecidos masacrando amigos, vecinos y hermanos. Ahora, con la tranquilidad que les daba la ignorancia de sus propios actos, se encontraban adustos y respetuosos observando la transmutación en cenizas de los que hacía solo algunas horas atrás caminaban como ellos por las calles, penas antes de que la peste amarilla hiciera estragos. Muerte y olvido. La receta perfecta.
LOREEN ARMENDUEN, 1988, "DE LAS PESTES Y LA MEMORIA" (Ed. Sanjansen)