Miró a través del gigantesco telescopio y vio lo que ningún mortal había visto, ni siquiera imaginado. Un planeta en llamas.
Por un momento dudó y pensó que podría tratarse de un sol pequeño. Sin embargo era una esfera celeste teñida de naranjas y amarillos, de rojos intensos y humo negro.
Se preguntó como era posible que un mundo entero se consumiera entre las llamas y a que aparentemente a nadie en todo el vasto universo le importara.
Pensó en la antigua noción de un dios vigilante y amante que cuidaba de todos los seres de la creación y no pudo más que sentirse lleno de congoja y tristeza. La soledad del mundo lo aterraba a pesar de sus títulos en astrofísica y sus grandes nociones acerca de la materia y la energía y la relación entre ambas. Se preguntaba una y otra vez, casi en forma neurótica y repetitiva si realmente se encontraba solo y perdido, girando en el vasto infinito del cosmos sin más propósito que observarlo todo sin poder comprender la totalidad de la vida y la existencia. También pensó en los momentos de lucidez en los que creía haber comprendido alguna verdad trascendente que traía alivio a los fríos números y datos del mundo material. Pero le duraba poco. No podía dejar de pensar en que aquellos que creían y divulgaban esas ideas no eran, a su criterio, precisamente las personas más sanas o inteligentes. En general se trataba de gentes supersticiosas y con una curiosa y hasta simpática ingenuidad pero sin ningún pensamiento ordenado para sustentar semejantes ideas. Veía las fallas en los razonamientos y los errores de juicio en la construcción de un pensamiento que él veía como aún peor que el llamado pensamiento mágico de la literatura. Era, en definitiva, según su entender, solo una creencia, una forma mal ilustrada de intentar decodificar un mundo que de por sí era complejo y entramado y que ni siquiera los grandes talentos del entendimiento podían condensar en ideas certeras.
El planeta seguía ardiendo y humeando. No podía dejar de observar, alucinado con la electrizante visión de la destrucción de un mundo. Tenía puestos unos auriculares de alta resonancia y fidelidad que le hacían escuchar incluso un extraño y audible crepitar de las llamas mientras se elevaban hacia un vacío ancho y silencioso. Creía incluso oír aullidos y gritos. Voces que clamaban a un cielo que no respondía. Y todo aquello con un ruido de fondo parecido a un ronroneo de un gato gigante. Con el ojo pegado al lente y su corazón latiendo con fuerza no pudo percibir el aumento de la temperatura. Estaba tan concentrado y revuelto en sus pensamientos que nada pudo hacer cuando las llamas del incendio arrasaron con su casa, su laboratorio y con él mismo. No sufrió. La explosión de una de las usinas lo destruyó en el acto y aquella fue su cremación.
Para cuando pudo comprender lo que ocurría ya estaba muerto. 
Un mundo lejano y una pequeña casa devorados por el fuego al unísono como una sinfonía de contrapunto. 
De pronto sus ideas y pensamientos, tan importantes hacía solo un instante, desaparecieron en la nada en la que siempre habían vivido. Y pudo observarse y verlo todo. Como un mosaico de piezas infinitas, se armó un campo de comprensión que colocaba cada elemento y cada partícula en su lugar. El no lugar. Ninguna alineación ni orden entendido como tal según los parámetros humanos. Era un miga flotante que giraba sin moverse y destellaba sin sufrir ni el más mínimo cambio entre mil soles devenidos en serpientes y vapores transfigurados en gotas de cristal elevándose a un cielo dentro de los cielos como capas interminables de cúpulas cristalinas y pálidas que reflejaban las luces de todos los confines mientras los haces de los brillos atenuados por la materia densa de las piedras y ágatas y marfiles y maderas se quemaban y renacían sin cesar flameando y ondeando hasta pudrirse y desaparecer para luego volver a nacer de entre el barro celestial.
Y en todo aquello había un caos integrado. Una participación activa de cada porción en el consenso general, como un baile primitivo en donde todo tuviese un lugar y un sentido hasta para los ojos más ciegos y las almas menos preparadas. Todos podían comprender, como espectadores del gran movimiento de la quietud, que también tenían un rol, una parte en aquella obra gigantesca entre el cielo y el infierno de todos los mundos, entre la verdad y la mentira del velo de la ilusión, entre la carne quemada y el aliento contenido y gélido de las remotas comarcas de la vida toda y de la muerte en su infinita danza a través de los tiempos.

El planeta se consumió, el fuego eventualmente se detuvo y la casa y el observatorio fueron un recuerdo olvidado. 
El precio por aquella pincelada del gran cuadro de la creación había sido alto pero a él le pareció, muerto como estaba, la cosa más preciada, la moneda con la que cobraba el eterno para apenas una muestra del anillo incandescente del círculo celestial.

JOHANNES KASTUL, 1933 "SOLES DE HIELO" (Ed. Schweinstein)

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