Para cuando tocó el cascabel, ya era tarde.
Cientos de jarrones de cerámica de colores se estrellaron contra el piso frío de laja.
El sistema de defensa de la ciudadela preveía que en caso de ocurrir alguna catástrofe natural o si había aviso de guerra, la guardia debía correr hasta la torreta y tocar el gran cascabel y poner a todos en alerta.
Pero no llegó a tiempo. Cientos de miles de flechas cruzaron el aire silbando y derribando soldados y civiles que caían al piso con letales inyecciones de venenos mortales.
Era como una nube negra, una plaga de langostas oscureciendo al sol con un raro movimiento continuo y silbante.
Producía un pavor muy especial, el silencio, la ausencia de enemigo al frente, solo la lluvia de afiladas puntas venenosas sobre la madera atravesaba el aire. Ni siquiera podían oírse los gritos secos de los moribundos ni las órdenes funestas de los generales del enemigo. Ráfagas y ráfagas de flechas como un diluvio fraguado en el frío del atardecer.
Hubiese sido fácil preparar la defensa si el aviso llegaba a tiempo. Pero lo que no abundaba era tiempo. Las entidades que cercaban a la ciudad amurallada tenían prisa. Sabían que su suerte duraría el tiempo que pudieran mantener un sitio bajo el incesante flujo de flechas volando hacia el centro mismo de la ciudadela. Sabían también que la distancia entre atacar y conquistar era grande y que podía ser incluso absurdo pretender derribar esos muros o incluso intentar ingresar. Sabían que adentro y en la lucha cuerpo a cuerpo con armas cortas estaban perdidos. Pero no importaba, sus órdenes eran claras y las estaban cumpliendo: asolar el lugar con inacabables andanadas de flechas infectadas.
Adentro, entre los muros se encontraban los bravos guerreros dispuestos a salir y atacar a la mínima orden. Pero el comandante de aquellas fuerzas no daba la orden. Simplemente seguía con atención los acontecimientos sin intervenir. Después de todo ese no era su pueblo.
Había llegado de lejos y lo llamaban Tulk, diente de sable. Era un arquestiano llegado a estas tierras por su gran poder: el poder del conjuro.
Una vez que cada uno encontró su refugio, el ataque parecía un sinsentido.
De pronto se hizo un silencio. No más ataques ni quejas ni gritos. Un suave viento hacía chiflar algunos huecos entre las piedras y el pasto alto y seco se mecía al compás del viento. Algunas alimañas aprovechaban par colarse sin ser vistas y algunos hombres miraban desde ventanas escondidas lo que creían era el fin de toda vida.
El ejército que se juntaba afuera era de un poder inconmensurable. Alimañas de toda clase amarradas con cadenas listas para atacar y devorar. Hombres de tres metros de alto con rostros quemados por los fuegos volcánicos que portaban lanzas y martillos de hierro oxidado. Los rostros cubiertos con vendas que se habían pegado a la piel lastimada. Sus músculos parecían reventar de poder, fuerza y nerviosismo. Algunos tenían ambos ojos sanos, otros en cambio apenas podían ver y sus ataques eran conocidos como el "remolino del averno" ya que blandían sus armas en círculos destruyendo todo a su paso, dejando la simiente del terror a su alrededor.
Habían también las mujeres del río, Terribles hembras asesinas. Criadas en el odio y la furia, sus movimientos eran tan veloces y elásticos que eran casi inasibles y difícilmente se las podía tocar. Vestían de malla negra y se pintaban el rostro con una tierra tan negra que sus ojos parecían gemas brillantes y amarillas como ámbar en medio de la oscuridad. Usaban dos armas, un cuchillo corvo de punta afilada como la más fina aguja y un lazo hecho de las tripas de los carneros y con el que atrapaban a sus enemigos a la distancia, y mientras los atraían hacia ellas antes de ser devorados, el fuego del veneno de cobra imperial untado en aquellas cuerdas, dejaba a los guerreros sin voluntad de lucha y prestos y servidos como un bocado en la ofrenda de la cena de aquellas damas de la muerte.
Desde los confines remotos de los desiertos, habían llegado los descendientes de las tribus de los extra mundos; no eran personas en realidad, sino mutantes, seres llegados de otras dimensiones, caídas por desgracia o por destino en la tierra de la promesa sin objetivo ni propósito sino destruir y quemar. No eran torpes ni mucho menos sanguinarios, habían sido finos caballeros en su propia dimensión. Pero las reglas de la inversión de los polos magnéticos durante la transmigración hacía que aquella nobleza de carácter y atención a los modales se convirtiera en búsqueda aniquilación y humillación del enemigo.
Habían traído hienas púrpuras, hambrientas y entrenadas para cazar en jaurías.
Unas gigantescas figuras asomaron en el horizonte y hasta los bravos guerreros se apartaron al ver pasar las lentas pero imparables criaturas venidas de fondo del mar. Pulpos de doce tentáculos se arrastraban por la tierra. Sus captores diseñaron inmensos cascos transparentes con un sistema de agua para que pudieran vivir. Los pulpos sentían tal desesperación que con su tentáculos de terrible poder e imprevisibles movimientos destruían todo a su paso. Con un solo movimiento podían arrojar al piso a una veintena de jinetes con sus caballos.
Por entre las nubes volaban las bandadas de aves mestizas gobernadas por el poder del sonido por la raza de los hombres de los riscos. Cada uno gobernaba sobre un centenar de las criaturas y con su instinto de supervivencia anulado, se estrellaban con sus más de cien kilos sobre murallas o personas y reventaban allí mismo.
Al comando de la legión de los no nacidos estaba el más cruel de todos los posibles demonios. No solo carecía de piedad sino que gustaba de lastimar, humillar y asesinar. Había sido un bardo, un cantante que conocía el encanto de la lira. Enamorado de una joven bella que lo ignoró, hizo un pacto con el dueño de las puertas del mal y ella cayó rendida a sus pies. Literalmente. Muerta.
Lleno de desesperación y con el odio y la vergüenza en su corazón tenía ahora una deuda que debía cumplir, el pacto que había sellado con sangre entregaba su alma por quinientos años para ser usado por el Bajísimo a cambio de que su amada cayera muerta a sus pies. La contradicción lo había hecho aún más peligroso. El demonio había descubierto que los malos, los hombres o mujeres de corazón mezquino y ambicioso solían ser de escasa utilidad para sus fines. En cambio se complacía en atraer seres de exquisita sensibilidad, de grandes ideales y de amores imposibles; sabía que las fuerzas que se oponían en esos corazones aumentaban el poder por la inversión de los polos entre la luz y la sombra. Como un arma de poder oscuro, un ser torturado le era más efectivo que cualquier otro.
Eran llamados los no nacidos porque no podían morir hasta cumplir con sus pactos. El Gran Oscuro también había comprendido que no tenía sentido poseer las almas de los desgraciados por toda la eternidad: tendían a volverse perezosos. En cambio, con la promesa latente de la liberación a cambio del sacrificio sus ánimos se desarrollaban entre el conflicto buscando la salida a la presión que significaba vivir de esa manera. Así, los más tiernas almas se volvían las más frías e insensibles. Los más bellos ideales trocaban en necesidad de destrucción, muerte, aniquilación y sobre todo, olvido.
Los ojos limpios y deseosos de contemplación cegaban antes el fuego y las vísceras buscando silenciar sus pecados bajo gritos y llantos en medio de batallas y el aturdimiento de los sentidos. Todo esto condujo a que aquel ejército fuese llamado"Un viento de quinientos años" y hasta ahora había probado ser indestructible.
Pero era también la primera vez que atacaban la ciudadela de los dioses Alfa. Allí los estaban esperando.
La lluvia de flechas había pasado y ahora solo se esperaba el momento en el que las fuerzas chocarían y el mundo conocido se partiría en pedazos.
Aguardaban la orden de atacar. Silencio dentro y fuera de los muros.
De pronto se oyó el sonido de un gran cuerno. Helaba los huesos. El ataque comenzó y cielo se tornó verde. Un humo negro ascendió desde el centro de la fortaleza. Las huestes embistieron las puertas de la entrada y comenzaron a arrojar piedras con fuego hacia las paredes, derribando muros y matando hombres. Como una manada de toros salvajes, se abalanzaron sobre cada entrada buscando derribarlas y penetrar en la ciudadela.
Adentro lo único que se podía observar era el humo negro saliendo por una gran chimenea central. Las puertas estaban a punto de se vencidas. Las aves suicidas se arrojaban sobre los techos, los pulpos gigantes volteaban todo a su paso, todos los seres de un mundo desconocido arrojados sobre la pequeña construcción.
El humo negro comenzó a girar como un torbellino y de entre las cenizas, el fuego y los gritos se corporeizó un águila inmensa, tan grande como las más grande de las criaturas mitológicas de todos los cuentos. Graznó con un sonido que hirió las almas negras de los atacantes infundiendo el horror y deteniendo sus movimientos. Era el águila del más allá.
Los defensores de la ciudadela habían subido la apuesta. Si el demonio traía sus bestias, ellos conjurarían al Señor de la Nada. Y si el trato con aquellos eran un pacto de almas por poderes, ellos harían algo aún más radical: los llevarían a pelear a los campos de la inexistencia. El águila sobrevoló el espacio y en un instante que sería recordado por los tiempos de los tiempos, forjó un hueco en el aire y voló hacia arriba llevando a todos a un espacio en donde no había tiempo ni cosas, el hueso se convertía en recuerdo y los odios y amores en olvidos dolorosos. El espacio quedó abierto como una negra abstracción, el entorno silenciado por los aullidos de miles de seres devorados por la ausencia, sin maldad, sin misericordia y sin vuelta atrás. Ni aún el oscuro amo de la ilusión podía presentar lucha contra la inevitable, inasible, dispersión de las partículas en el magma de la eternidad.
AKITO SOSAI, 1987 "HERALDOS DE CAMPOS METAMORFOS" (Ed. OAK)
Cientos de jarrones de cerámica de colores se estrellaron contra el piso frío de laja.
El sistema de defensa de la ciudadela preveía que en caso de ocurrir alguna catástrofe natural o si había aviso de guerra, la guardia debía correr hasta la torreta y tocar el gran cascabel y poner a todos en alerta.
Pero no llegó a tiempo. Cientos de miles de flechas cruzaron el aire silbando y derribando soldados y civiles que caían al piso con letales inyecciones de venenos mortales.
Era como una nube negra, una plaga de langostas oscureciendo al sol con un raro movimiento continuo y silbante.
Producía un pavor muy especial, el silencio, la ausencia de enemigo al frente, solo la lluvia de afiladas puntas venenosas sobre la madera atravesaba el aire. Ni siquiera podían oírse los gritos secos de los moribundos ni las órdenes funestas de los generales del enemigo. Ráfagas y ráfagas de flechas como un diluvio fraguado en el frío del atardecer.
Hubiese sido fácil preparar la defensa si el aviso llegaba a tiempo. Pero lo que no abundaba era tiempo. Las entidades que cercaban a la ciudad amurallada tenían prisa. Sabían que su suerte duraría el tiempo que pudieran mantener un sitio bajo el incesante flujo de flechas volando hacia el centro mismo de la ciudadela. Sabían también que la distancia entre atacar y conquistar era grande y que podía ser incluso absurdo pretender derribar esos muros o incluso intentar ingresar. Sabían que adentro y en la lucha cuerpo a cuerpo con armas cortas estaban perdidos. Pero no importaba, sus órdenes eran claras y las estaban cumpliendo: asolar el lugar con inacabables andanadas de flechas infectadas.
Adentro, entre los muros se encontraban los bravos guerreros dispuestos a salir y atacar a la mínima orden. Pero el comandante de aquellas fuerzas no daba la orden. Simplemente seguía con atención los acontecimientos sin intervenir. Después de todo ese no era su pueblo.
Había llegado de lejos y lo llamaban Tulk, diente de sable. Era un arquestiano llegado a estas tierras por su gran poder: el poder del conjuro.
Una vez que cada uno encontró su refugio, el ataque parecía un sinsentido.
De pronto se hizo un silencio. No más ataques ni quejas ni gritos. Un suave viento hacía chiflar algunos huecos entre las piedras y el pasto alto y seco se mecía al compás del viento. Algunas alimañas aprovechaban par colarse sin ser vistas y algunos hombres miraban desde ventanas escondidas lo que creían era el fin de toda vida.
El ejército que se juntaba afuera era de un poder inconmensurable. Alimañas de toda clase amarradas con cadenas listas para atacar y devorar. Hombres de tres metros de alto con rostros quemados por los fuegos volcánicos que portaban lanzas y martillos de hierro oxidado. Los rostros cubiertos con vendas que se habían pegado a la piel lastimada. Sus músculos parecían reventar de poder, fuerza y nerviosismo. Algunos tenían ambos ojos sanos, otros en cambio apenas podían ver y sus ataques eran conocidos como el "remolino del averno" ya que blandían sus armas en círculos destruyendo todo a su paso, dejando la simiente del terror a su alrededor.
Habían también las mujeres del río, Terribles hembras asesinas. Criadas en el odio y la furia, sus movimientos eran tan veloces y elásticos que eran casi inasibles y difícilmente se las podía tocar. Vestían de malla negra y se pintaban el rostro con una tierra tan negra que sus ojos parecían gemas brillantes y amarillas como ámbar en medio de la oscuridad. Usaban dos armas, un cuchillo corvo de punta afilada como la más fina aguja y un lazo hecho de las tripas de los carneros y con el que atrapaban a sus enemigos a la distancia, y mientras los atraían hacia ellas antes de ser devorados, el fuego del veneno de cobra imperial untado en aquellas cuerdas, dejaba a los guerreros sin voluntad de lucha y prestos y servidos como un bocado en la ofrenda de la cena de aquellas damas de la muerte.
Desde los confines remotos de los desiertos, habían llegado los descendientes de las tribus de los extra mundos; no eran personas en realidad, sino mutantes, seres llegados de otras dimensiones, caídas por desgracia o por destino en la tierra de la promesa sin objetivo ni propósito sino destruir y quemar. No eran torpes ni mucho menos sanguinarios, habían sido finos caballeros en su propia dimensión. Pero las reglas de la inversión de los polos magnéticos durante la transmigración hacía que aquella nobleza de carácter y atención a los modales se convirtiera en búsqueda aniquilación y humillación del enemigo.
Habían traído hienas púrpuras, hambrientas y entrenadas para cazar en jaurías.
Unas gigantescas figuras asomaron en el horizonte y hasta los bravos guerreros se apartaron al ver pasar las lentas pero imparables criaturas venidas de fondo del mar. Pulpos de doce tentáculos se arrastraban por la tierra. Sus captores diseñaron inmensos cascos transparentes con un sistema de agua para que pudieran vivir. Los pulpos sentían tal desesperación que con su tentáculos de terrible poder e imprevisibles movimientos destruían todo a su paso. Con un solo movimiento podían arrojar al piso a una veintena de jinetes con sus caballos.
Por entre las nubes volaban las bandadas de aves mestizas gobernadas por el poder del sonido por la raza de los hombres de los riscos. Cada uno gobernaba sobre un centenar de las criaturas y con su instinto de supervivencia anulado, se estrellaban con sus más de cien kilos sobre murallas o personas y reventaban allí mismo.
Al comando de la legión de los no nacidos estaba el más cruel de todos los posibles demonios. No solo carecía de piedad sino que gustaba de lastimar, humillar y asesinar. Había sido un bardo, un cantante que conocía el encanto de la lira. Enamorado de una joven bella que lo ignoró, hizo un pacto con el dueño de las puertas del mal y ella cayó rendida a sus pies. Literalmente. Muerta.
Lleno de desesperación y con el odio y la vergüenza en su corazón tenía ahora una deuda que debía cumplir, el pacto que había sellado con sangre entregaba su alma por quinientos años para ser usado por el Bajísimo a cambio de que su amada cayera muerta a sus pies. La contradicción lo había hecho aún más peligroso. El demonio había descubierto que los malos, los hombres o mujeres de corazón mezquino y ambicioso solían ser de escasa utilidad para sus fines. En cambio se complacía en atraer seres de exquisita sensibilidad, de grandes ideales y de amores imposibles; sabía que las fuerzas que se oponían en esos corazones aumentaban el poder por la inversión de los polos entre la luz y la sombra. Como un arma de poder oscuro, un ser torturado le era más efectivo que cualquier otro.
Eran llamados los no nacidos porque no podían morir hasta cumplir con sus pactos. El Gran Oscuro también había comprendido que no tenía sentido poseer las almas de los desgraciados por toda la eternidad: tendían a volverse perezosos. En cambio, con la promesa latente de la liberación a cambio del sacrificio sus ánimos se desarrollaban entre el conflicto buscando la salida a la presión que significaba vivir de esa manera. Así, los más tiernas almas se volvían las más frías e insensibles. Los más bellos ideales trocaban en necesidad de destrucción, muerte, aniquilación y sobre todo, olvido.
Los ojos limpios y deseosos de contemplación cegaban antes el fuego y las vísceras buscando silenciar sus pecados bajo gritos y llantos en medio de batallas y el aturdimiento de los sentidos. Todo esto condujo a que aquel ejército fuese llamado"Un viento de quinientos años" y hasta ahora había probado ser indestructible.
Pero era también la primera vez que atacaban la ciudadela de los dioses Alfa. Allí los estaban esperando.
La lluvia de flechas había pasado y ahora solo se esperaba el momento en el que las fuerzas chocarían y el mundo conocido se partiría en pedazos.
Aguardaban la orden de atacar. Silencio dentro y fuera de los muros.
De pronto se oyó el sonido de un gran cuerno. Helaba los huesos. El ataque comenzó y cielo se tornó verde. Un humo negro ascendió desde el centro de la fortaleza. Las huestes embistieron las puertas de la entrada y comenzaron a arrojar piedras con fuego hacia las paredes, derribando muros y matando hombres. Como una manada de toros salvajes, se abalanzaron sobre cada entrada buscando derribarlas y penetrar en la ciudadela.
Adentro lo único que se podía observar era el humo negro saliendo por una gran chimenea central. Las puertas estaban a punto de se vencidas. Las aves suicidas se arrojaban sobre los techos, los pulpos gigantes volteaban todo a su paso, todos los seres de un mundo desconocido arrojados sobre la pequeña construcción.
El humo negro comenzó a girar como un torbellino y de entre las cenizas, el fuego y los gritos se corporeizó un águila inmensa, tan grande como las más grande de las criaturas mitológicas de todos los cuentos. Graznó con un sonido que hirió las almas negras de los atacantes infundiendo el horror y deteniendo sus movimientos. Era el águila del más allá.
Los defensores de la ciudadela habían subido la apuesta. Si el demonio traía sus bestias, ellos conjurarían al Señor de la Nada. Y si el trato con aquellos eran un pacto de almas por poderes, ellos harían algo aún más radical: los llevarían a pelear a los campos de la inexistencia. El águila sobrevoló el espacio y en un instante que sería recordado por los tiempos de los tiempos, forjó un hueco en el aire y voló hacia arriba llevando a todos a un espacio en donde no había tiempo ni cosas, el hueso se convertía en recuerdo y los odios y amores en olvidos dolorosos. El espacio quedó abierto como una negra abstracción, el entorno silenciado por los aullidos de miles de seres devorados por la ausencia, sin maldad, sin misericordia y sin vuelta atrás. Ni aún el oscuro amo de la ilusión podía presentar lucha contra la inevitable, inasible, dispersión de las partículas en el magma de la eternidad.
AKITO SOSAI, 1987 "HERALDOS DE CAMPOS METAMORFOS" (Ed. OAK)