Se miró en un espejo de helio.
Era una prueba dura solo apta para guerreros avanzados. Durante los estudios que debían realizar los estudiantes de la Orden se le pedía no pocas veces que se miraran en distintos espejos de modo de completar una imagen de sí mismos que excediera la visión habitual y limitada que solían tener.
Había cinco grandes momentos dentro del llamado "Ciclo de los Espejos". El primero era poder verse en una gota de agua, el segundo reflejarse en manchas de aceite, el tercero consistía en observarse en el vapor de los géiser, el cuarto era considerado ya de alta improbabilidad ya que el aspirante a guerrero debía verse a sí mismo en los ojos de un enemigo y el quinto -que concedía el grado de maestría- era soportar la visión en el gran espejo de helio.
Era sofocante. Seiscientos grados de materia condensada y cáustica, vapores emergiendo de una gran caldera hirviendo a presión por cientos de metros de tuberías de bronce dispuestas en forma cilindrica alrededor de un recipiente gigante de más de treinta metros de altura. Terminaba en un pequeño circulo que concentraba todo el poder de aquella manifestación gaseosa y semi-líquida y que quemaba los ojos, la piel y el pasado.
Solo muy pocos llegaban a esta instancia.
Algunos buenos guerreros, entrenados en el arte del sufrimiento voluntario apenas atravesaban la tercera etapa y no sin dificultad. Otros, aguerridos y audaces llegaban a la cuarta y combatían un enemigo temible mientras intentaban ver su reflejo en los ojos furiosos de su contrincante. La mayoría moría en este intento atravesados por lanzas o sables, o simplemente cayendo en la desesperación si llegaban acaso a ver y comprender que no estaban luchando sino consigo mismos y que el odio que sentían hacia el otro era puro y simple odio hacia la esencia que los guiaba.
El quinto paso era para los pocos que sobrevivían y no caían en la locura o la desesperación. Hubo quienes sobrevivieron a costa de su razón y terminaron vagando como monjes errantes por los caminos del mundo.
El espejo de helio conjuraba los demonios más antiguos y más tremendos.
Cientos de vidas pasadas se le hacían carne en ese momento enfrentándolo a la sombra de su pasado y el destino de su existencia. Como una epifanía tenebrosa, el guerrero enfrentaba la única verdad que no podía descifrar sin morir: el universo, sus galaxias y estrellas, los mundos y sus terrores, la tierra y sus pasiones, el eterno devenir del tiempo en un espacio aparentemente infinito y sin bordes, las constelaciones y la materia oscura, las simientes de la vida, el embrión cósmico flotando en el éter como polvo en el viento y la sencilla y última verdad de que incluso todo aquello era solo un instante de ilusión de un todo más vasto terrorífico, la nada en medio del vacío del horror de la ausencia de toda piedad y la presencia de un único pensamiento ciego y mudo que solo podía devorarse eternamente a sí mismo sin saciarse nunca y sin hacer otra cosa que morir y morir para vivir en las mentes desdobladas de cada ser creado. El fin de toda esperanza y el comienzo de toda sapiencia, el devenir de los espíritus viviendo en el exilio y la soledad, intentando una fracción de orden en el ácido y eléctrico instante de caos.
Si sobrevivía a aquella amarga y visión, un ser alado compuesto de agua y luz iluminaba su rostro con la sangre de las estrellas. Aquel día nacía un nuevo guerrero, el guerrero ausente.
JEAN PARRAFAY-NENS, 2012 "AQUA" (Ed. Mynard)
Era una prueba dura solo apta para guerreros avanzados. Durante los estudios que debían realizar los estudiantes de la Orden se le pedía no pocas veces que se miraran en distintos espejos de modo de completar una imagen de sí mismos que excediera la visión habitual y limitada que solían tener.
Había cinco grandes momentos dentro del llamado "Ciclo de los Espejos". El primero era poder verse en una gota de agua, el segundo reflejarse en manchas de aceite, el tercero consistía en observarse en el vapor de los géiser, el cuarto era considerado ya de alta improbabilidad ya que el aspirante a guerrero debía verse a sí mismo en los ojos de un enemigo y el quinto -que concedía el grado de maestría- era soportar la visión en el gran espejo de helio.
Era sofocante. Seiscientos grados de materia condensada y cáustica, vapores emergiendo de una gran caldera hirviendo a presión por cientos de metros de tuberías de bronce dispuestas en forma cilindrica alrededor de un recipiente gigante de más de treinta metros de altura. Terminaba en un pequeño circulo que concentraba todo el poder de aquella manifestación gaseosa y semi-líquida y que quemaba los ojos, la piel y el pasado.
Solo muy pocos llegaban a esta instancia.
Algunos buenos guerreros, entrenados en el arte del sufrimiento voluntario apenas atravesaban la tercera etapa y no sin dificultad. Otros, aguerridos y audaces llegaban a la cuarta y combatían un enemigo temible mientras intentaban ver su reflejo en los ojos furiosos de su contrincante. La mayoría moría en este intento atravesados por lanzas o sables, o simplemente cayendo en la desesperación si llegaban acaso a ver y comprender que no estaban luchando sino consigo mismos y que el odio que sentían hacia el otro era puro y simple odio hacia la esencia que los guiaba.
El quinto paso era para los pocos que sobrevivían y no caían en la locura o la desesperación. Hubo quienes sobrevivieron a costa de su razón y terminaron vagando como monjes errantes por los caminos del mundo.
El espejo de helio conjuraba los demonios más antiguos y más tremendos.
Cientos de vidas pasadas se le hacían carne en ese momento enfrentándolo a la sombra de su pasado y el destino de su existencia. Como una epifanía tenebrosa, el guerrero enfrentaba la única verdad que no podía descifrar sin morir: el universo, sus galaxias y estrellas, los mundos y sus terrores, la tierra y sus pasiones, el eterno devenir del tiempo en un espacio aparentemente infinito y sin bordes, las constelaciones y la materia oscura, las simientes de la vida, el embrión cósmico flotando en el éter como polvo en el viento y la sencilla y última verdad de que incluso todo aquello era solo un instante de ilusión de un todo más vasto terrorífico, la nada en medio del vacío del horror de la ausencia de toda piedad y la presencia de un único pensamiento ciego y mudo que solo podía devorarse eternamente a sí mismo sin saciarse nunca y sin hacer otra cosa que morir y morir para vivir en las mentes desdobladas de cada ser creado. El fin de toda esperanza y el comienzo de toda sapiencia, el devenir de los espíritus viviendo en el exilio y la soledad, intentando una fracción de orden en el ácido y eléctrico instante de caos.
Si sobrevivía a aquella amarga y visión, un ser alado compuesto de agua y luz iluminaba su rostro con la sangre de las estrellas. Aquel día nacía un nuevo guerrero, el guerrero ausente.
JEAN PARRAFAY-NENS, 2012 "AQUA" (Ed. Mynard)