Había indicios. Claros y pertinentes. Cada detalle, aún el más mínimo, llevaba la atención a un solo lugar. Y sin embargo, como les sucede a los negadores, aquel pueblo decidió entregarse a la ceguera colectiva. El orgullo con el que investían su accionar, develaba un vacío de tal magnitud que de tan evidente resultaba obsceno. La muerte y la desaparición de los sueños e ideales tampoco podía considerarse como un daño tangencial sino como el fundamento de aquella construcción hecha de actos y palabras que consistía en negar lo evidente, afirmar lo imposible y esperar lo improbable.
Todos eran responsables y nadie podía atribuirse la autoría de semejante transfiguración de la realidad. Un maquillaje complejo de múltiples capas y de interminables significados, ocultaba lo obvio, lo escandalosamente persistente y lo licuaba en un magma de percepciones mal decodificadas. El impulso inicial tenía por cierto su nobleza. Evitar ensuciarse y corromperse en la observación de los aspectos más oscuros de un presente desalentador. Y hubiese podido ser un paliativo aceptable si hubiese sido temporario. Al prolongarse indefinidamente en el continuum del tiempo, horadó las defensas psíquicas de todos y cual agua destilada, llenó de materia sin nutrientes sus mentes. La mentira pasó a ser un aceptable daño menor y la mirada alucinada a un futuro impredecible se convirtió en norma para una postergación crónica de las expectativas. Vivían así en un tiempo inexistente, presos entre un pasado distorsionado por explicaciones sesudas, barrocas y rimbombantes y un porvenir desatado de entre sucesos de dudosa realización. Así, no solo eran víctimas como toda la humanidad, de los sueños locos adquiridos por la imitación y el adoctrinamiento sino que además habían construido su propio sistema de locura. Una interpretación que pasaba de ser hecha por un poderío superior al resto de los mortales, seguramente debido a esa arrogancia siniestra que precede a la ceguera y que desencadenaba en una miríada de textos de cultura y contracultura acumulados en las más gigantescas bibliotecas que existían de este lado del océano.
La trampa estaba doblemente echada. La infamia y una cierta derivación de la piedad se habían aliado en un mecanismo arquetípico único. El secreto de todo se hallaba en su dualidad de verdades aparentes y de mentiras ocultas en los principios básicos, desmoronando las estructuras desde antes de la colocación de los pilares como un terreno mal dragado. Así, cada intento de implementación de una mejora, cada pequeña idea se hundía en el inevitable lodo de las napas de la inconsciencia.
La locura codificada reinaba como una matrona de mano dura. Dentro de esa aparente amplitud se escondía la trampa original, el derrotero de un pueblo dejado a su propia suerte, entre la languidez y la falsa abundancia, cayendo en un pozo negro por toda la eternidad.
Curiosamente aún sobrevivían, talvez por lo insano de la situación y el desajuste compartido.
Una piedra fundamental mal colocada podía ser un desastroso comienzo, pero aún así es un principio. Aquí, el error subyacente era que nunca hubo piedra alguna. Se las arreglaron para cavar un pozo a costa del sudor y el esfuerzo de generaciones enteras y luego de un tiempo llenarlo nuevamente. Dentro, yacía invisible e inexistente, las bases materiales y míticas de aquella sociedad. La nada sacralizada. El vacío idealizado. Dentro del espacio sagrado del nacimiento, había una ausencia, una permanente y mal comprendida potencia sin elementos. Todo el rodaje de la vida de los habitantes de aquel pueblo extraño estaba no apoyada sino suspendida sobre ejes imaginarios.
Como células desconectadas se entendían por signos comunes en apariencia pero diferentes en su significado. Un lenguaje descomunalmente rico para comunicar nada. La incertidumbre estaba tan presente que aún en la edificación de las relaciones, cualquiera fueran, su sentido se perdía en una verba de imposible asimilación.
Entre las nieblas individuales y la bruma generalizada, no había más contacto entre ser y ser que el que podía haber entre dos seres de mundos distintos, acaso unos hechos de materia y otros gaseosos pero que por una de esas ironías de la existencia compartían un idioma. Era demencial. Y triste. Derruidos como castillos descuidados, los códigos que regulaban el contacto entre ese grupo de humanos, se deshicieron con el transcurso del tiempo hasta convertirse en un hecho de familiaridad y vínculo pero sin el menor sentido. Como haces de luz desperdigados por el espacio, el habla de uno llegaba a los oídos de los demás como un canto arrullador en el que la calidez y el impacto emocional parecía suplantar el hecho de que no se podían comprender.
Congeniaban como lo hacen los locos, por afinidad de la sinrazón. En el marco de una mezcla curiosa de hipersensibilidad con un sobrentendido en la interpretación erróneo de los signos objetivos de la vida los hacían compartir lo que denominaban realidad con inusual intensidad. Se lloraba y se reía con la fuerza y la pureza de los niños, se soñaba y se proyectaba con la energía de los jóvenes y se discurseaba y se aconsejaba con la mirada serena de los viejos. Solo que todo -absolutamente todo- flotaba en el aire de la irrealidad. Nada era posible porque todo estaba diseñado sobre inexistencias y presunciones.
Cuando por imperio de la porfiada realidad, todo caía como un castillo de naipes frente a un huracán, el cuerpo social repelía con singular fuerza las conclusiones evidentes y las convertían en una nueva leyenda a través de una cultura rica en el arte del engaño y la tozudez. Podían negar lo evidente hasta tal punto que aquello comenzaba a desaparecer a los ojos alucinados de explicaciones de todos. Y en un acto de magia colectiva podían incluso convertir aquello en algo diametralmente opuesto. Era fácil en aquel universo concordado en el que la frase subyacente podría ser "negar o morir" ya que su supervivencia dependía en fuerte medida de esa dudosa capacidad.
Hablar de ello estaba prohibido. Se pagaba con la muerte. A su vez, como nada era dicho y todo sugerido por interpósitas personas y documentos que citaban documentos, esto tampoco podía aseverarse. Imposible hablar de lo que no existe y mucho menos oponerse a a un monstruo de mil cabezas que tenía habitaciones en cada persona. El impulso natural de vivir se veía malogrado por el mandato ya arcaico y con ribetes divinos de desmembrar el acto de existir arbitrariamente en partes que en otros lugares del cosmos serían inverosímiles. Como si un desmembramiento se diera no de las piernas o los brazos sino de la mitad del bazo o a una sección de los riñones o de un tercio del coxis. Así incluso la separación conceptual que regía allí pasaba por ser refinada y compleja cuando en verdad era absurda y arbitraria.
Sin embargo en ese acuerdo colectivo, todos tenían derecho a opinar y lo hacían. Horas y siglos de conversaciones en las que todos los temas eran tratados por igual sin jerarquía ni orden alguno. En medio de una charla sobre la gravitación de los planetas podía intervenir cualquiera y con la mayor autoridad cuestionar lo dicho invocando los dichos de algún jugador de un deporte popular. Las consideraciones más abstrusas podían y debían ser tomadas en cuenta so pena de considerarse indigno de formular conceptos a quien se atreviese al cuestionamiento.
Así, durante siglos funcionó como un mundo uniforme y con su propia lógica, con ribetes delirantes y connotaciones del todo antojadizas.
En el tiempo de los tiempos y con el andar sobre los kilómetros infinitos del recorrido de los soles y las estrellas y las galaxias y el universo deshaciéndose en los ciclos de la existencia, participaron como espectadores y actores en otra obra, en otro sin fin de mundos, en la nada.
TOBÍAS EL ARQUESTIANO, 1968 "INDICIOS NEGADOS" (Ed. Valmar, Kosch & Taub)
Todos eran responsables y nadie podía atribuirse la autoría de semejante transfiguración de la realidad. Un maquillaje complejo de múltiples capas y de interminables significados, ocultaba lo obvio, lo escandalosamente persistente y lo licuaba en un magma de percepciones mal decodificadas. El impulso inicial tenía por cierto su nobleza. Evitar ensuciarse y corromperse en la observación de los aspectos más oscuros de un presente desalentador. Y hubiese podido ser un paliativo aceptable si hubiese sido temporario. Al prolongarse indefinidamente en el continuum del tiempo, horadó las defensas psíquicas de todos y cual agua destilada, llenó de materia sin nutrientes sus mentes. La mentira pasó a ser un aceptable daño menor y la mirada alucinada a un futuro impredecible se convirtió en norma para una postergación crónica de las expectativas. Vivían así en un tiempo inexistente, presos entre un pasado distorsionado por explicaciones sesudas, barrocas y rimbombantes y un porvenir desatado de entre sucesos de dudosa realización. Así, no solo eran víctimas como toda la humanidad, de los sueños locos adquiridos por la imitación y el adoctrinamiento sino que además habían construido su propio sistema de locura. Una interpretación que pasaba de ser hecha por un poderío superior al resto de los mortales, seguramente debido a esa arrogancia siniestra que precede a la ceguera y que desencadenaba en una miríada de textos de cultura y contracultura acumulados en las más gigantescas bibliotecas que existían de este lado del océano.
La trampa estaba doblemente echada. La infamia y una cierta derivación de la piedad se habían aliado en un mecanismo arquetípico único. El secreto de todo se hallaba en su dualidad de verdades aparentes y de mentiras ocultas en los principios básicos, desmoronando las estructuras desde antes de la colocación de los pilares como un terreno mal dragado. Así, cada intento de implementación de una mejora, cada pequeña idea se hundía en el inevitable lodo de las napas de la inconsciencia.
La locura codificada reinaba como una matrona de mano dura. Dentro de esa aparente amplitud se escondía la trampa original, el derrotero de un pueblo dejado a su propia suerte, entre la languidez y la falsa abundancia, cayendo en un pozo negro por toda la eternidad.
Curiosamente aún sobrevivían, talvez por lo insano de la situación y el desajuste compartido.
Una piedra fundamental mal colocada podía ser un desastroso comienzo, pero aún así es un principio. Aquí, el error subyacente era que nunca hubo piedra alguna. Se las arreglaron para cavar un pozo a costa del sudor y el esfuerzo de generaciones enteras y luego de un tiempo llenarlo nuevamente. Dentro, yacía invisible e inexistente, las bases materiales y míticas de aquella sociedad. La nada sacralizada. El vacío idealizado. Dentro del espacio sagrado del nacimiento, había una ausencia, una permanente y mal comprendida potencia sin elementos. Todo el rodaje de la vida de los habitantes de aquel pueblo extraño estaba no apoyada sino suspendida sobre ejes imaginarios.
Como células desconectadas se entendían por signos comunes en apariencia pero diferentes en su significado. Un lenguaje descomunalmente rico para comunicar nada. La incertidumbre estaba tan presente que aún en la edificación de las relaciones, cualquiera fueran, su sentido se perdía en una verba de imposible asimilación.
Entre las nieblas individuales y la bruma generalizada, no había más contacto entre ser y ser que el que podía haber entre dos seres de mundos distintos, acaso unos hechos de materia y otros gaseosos pero que por una de esas ironías de la existencia compartían un idioma. Era demencial. Y triste. Derruidos como castillos descuidados, los códigos que regulaban el contacto entre ese grupo de humanos, se deshicieron con el transcurso del tiempo hasta convertirse en un hecho de familiaridad y vínculo pero sin el menor sentido. Como haces de luz desperdigados por el espacio, el habla de uno llegaba a los oídos de los demás como un canto arrullador en el que la calidez y el impacto emocional parecía suplantar el hecho de que no se podían comprender.
Congeniaban como lo hacen los locos, por afinidad de la sinrazón. En el marco de una mezcla curiosa de hipersensibilidad con un sobrentendido en la interpretación erróneo de los signos objetivos de la vida los hacían compartir lo que denominaban realidad con inusual intensidad. Se lloraba y se reía con la fuerza y la pureza de los niños, se soñaba y se proyectaba con la energía de los jóvenes y se discurseaba y se aconsejaba con la mirada serena de los viejos. Solo que todo -absolutamente todo- flotaba en el aire de la irrealidad. Nada era posible porque todo estaba diseñado sobre inexistencias y presunciones.
Cuando por imperio de la porfiada realidad, todo caía como un castillo de naipes frente a un huracán, el cuerpo social repelía con singular fuerza las conclusiones evidentes y las convertían en una nueva leyenda a través de una cultura rica en el arte del engaño y la tozudez. Podían negar lo evidente hasta tal punto que aquello comenzaba a desaparecer a los ojos alucinados de explicaciones de todos. Y en un acto de magia colectiva podían incluso convertir aquello en algo diametralmente opuesto. Era fácil en aquel universo concordado en el que la frase subyacente podría ser "negar o morir" ya que su supervivencia dependía en fuerte medida de esa dudosa capacidad.
Hablar de ello estaba prohibido. Se pagaba con la muerte. A su vez, como nada era dicho y todo sugerido por interpósitas personas y documentos que citaban documentos, esto tampoco podía aseverarse. Imposible hablar de lo que no existe y mucho menos oponerse a a un monstruo de mil cabezas que tenía habitaciones en cada persona. El impulso natural de vivir se veía malogrado por el mandato ya arcaico y con ribetes divinos de desmembrar el acto de existir arbitrariamente en partes que en otros lugares del cosmos serían inverosímiles. Como si un desmembramiento se diera no de las piernas o los brazos sino de la mitad del bazo o a una sección de los riñones o de un tercio del coxis. Así incluso la separación conceptual que regía allí pasaba por ser refinada y compleja cuando en verdad era absurda y arbitraria.
Sin embargo en ese acuerdo colectivo, todos tenían derecho a opinar y lo hacían. Horas y siglos de conversaciones en las que todos los temas eran tratados por igual sin jerarquía ni orden alguno. En medio de una charla sobre la gravitación de los planetas podía intervenir cualquiera y con la mayor autoridad cuestionar lo dicho invocando los dichos de algún jugador de un deporte popular. Las consideraciones más abstrusas podían y debían ser tomadas en cuenta so pena de considerarse indigno de formular conceptos a quien se atreviese al cuestionamiento.
Así, durante siglos funcionó como un mundo uniforme y con su propia lógica, con ribetes delirantes y connotaciones del todo antojadizas.
En el tiempo de los tiempos y con el andar sobre los kilómetros infinitos del recorrido de los soles y las estrellas y las galaxias y el universo deshaciéndose en los ciclos de la existencia, participaron como espectadores y actores en otra obra, en otro sin fin de mundos, en la nada.
TOBÍAS EL ARQUESTIANO, 1968 "INDICIOS NEGADOS" (Ed. Valmar, Kosch & Taub)