Intensa y lejana, capaz de cualquier atrocidad con tal de llevarse la gloria, la Capitana se hundía de a poco en su propia locura y con cada paso, curiosamente, se hacía más fuerte y temeraria. Pasó a ser temida y odiada pero sin nadie capaz de hacerle frente. Y eso la enfurecía.
Había sido parte de una misión que nació tan noble como podía serlo el liberar a los oprimidos de las regiones más pobres del reinado.
Al comienzo fueron algunos cientos de hombres y mujeres que se declararon en rebelión y por pura necesidad se juntaron conformando una cofradía de rebeldes dispuestos a todo. Naturalmente se había producido un acomodamiento y los más osados y fuertes se constituyeron en líderes y guiaron al resto, que pasado el entusiasmo inicial se encontraban tan perdidos como al comienzo, pero ahora sin tierras, sin oficio y sin dioses.
Glau la Serre era la esposa de un armero del palacio y tomó de éste la rudeza y el amor por el hierro y la sangre. Veloz como un ave de presa, decapitó a quien se le pusiera adelante para contradecirla y luego de varios asaltos exitosos se ganó el apodo de la Capitana. Tenía sentido; lograba canalizar las fuerzas tan dispares de sus seguidores que de alguna manera extraña y brutal, su condición fría y calculadora era necesaria y útil para el grupo.
No siempre ella había sido así. De niña gustaba de jugar con sus hermanas a ser princesas, tomar té caro y corretear alegremente por los jardines. En medio de una miseria abyecta y enfermiza, se desconectaban del mundo inventando las historias que hubiesen querido vivir, a sabiendas de que ese mundo existía y les estaba vedado.
Era la menor de cinco hermanas y su pequeña estatura hizo que su madre incluso dudara de su salud pensando que sería demasiado frágil para sobrevivir a la dura realidad de Mayónniqua, la ciudad de lodo que rodeaba el colosal castillo de piedras brillantes pintadas de azul de cobalto y tejados de oro reflejando el sol hacia el infinito.
Su padre y su madre eran siervos, pobres y sin más futuro que sobrevivir y morir sin más sentido que el que le dieran por medio las creencias que tan salvajemente les eran impuestas.
Eran tiempos difíciles y el hambre y la peste merodeaban en cada esquina buscando víctimas apetecibles, robando la vida y dejando una estela de odios superpuestos con el temor y la desesperanza.
Así se crío Glau y con ese sino donde la nada era más fuerte que el deseo y más seguro el fracaso que la ilusión. Se requirió muy poco para que al estallar la guerra entre todos, ella tomara posición y mando en un ejército que nacía a la sombra del hambre y cubierta por una estela de venganza.
La Capitana era ahora una guía para todos y su vanidad había crecido de tal modo que no toleraba que se la contradiga y en los últimos tiempos había dado la expresa orden de no ser mirada a los ojos.
Tomó de la realeza sus peores cualidades y las multiplicó por un millón. Las excentricidades se hicieron comunes en ella y pasó de ser una tímida muchacha a convertirse en un ente tan maléfico como los que ella misma había ayudado a derrocar.
Desayunaba con la sangre de sus enemigos y empalaba a quienes podía considerar un oponente hacia la tarde. A la noche, jugaba a la muerte haciendo que sus sirvientes se mataran mutuamente y frente a ella, logrando el que sobreviviera comer por esa noche.
Su crueldad era tan virulenta como absurda ya que desgastaba los recursos que poseía en los más ridículos caprichos.
Una vez tomó una mulita y la colgó del techo y jugó a derribarla tirandole dátiles mientras el pobre animal chillaba y pataleaba al aire, luego la soltó y la hizo vestir con un vestido rosa con brillos y hasta una corona de plata ciño en su cabeza desorientada.
Al tiempo de habitar el palacio central hizo cambiar toda la decoración y para ello llamó a los más famosos diseñadores y orfebres y les encargó convertir aquel lugar en un recinto que tuviese lo que ella llamó "un lujo asiático". Hizo énfasis en la segunda palabra denotando claramente que deseaba que fuese ese el estilo: oro y rojos laqueados, finísimos dibujos sobre jarrones inmensos, lámparas de papel rojas con borlas doradas. También pidió esclavos, hombres y mujeres, no importaba su procedencia a condición de que fueran hermosos.
Un día el cielo se abrió en medio de un ruido ensordecedor. Las nubes dieron paso a extrañas luces que descendían entre el fulgor de rayos que parecían venir del cielo. Una inmensa estructura de metal pulido bajó lentamente casi burlando las leyes de la gravedad y quedó allí suspendida emitiendo un sonido insoportable.
La Capitana salió entre gritos e insultos y encolerizada arrojaba piedras a la cosa flotante que seguía allí como un observador inerte. A ella que nada le importaba, ni siquiera le extrañó su aspecto, su tamaño o que flotara, sencillamente quería deshacerse de semejante intromisión a su reino.
De la nave salió una escalera y una puerta se corrió hacia un costado. De adentro emergieron unos seres de esponja viva. Grandes conglomerados que parecían ser muy blandos y a la vez compactos. Tenían cuatro ojos, dos al frente y uno a cada costado. No tenían miembros pero su consistencia esponjosa los hacía desarrollar por momentos ciertas extremidades que les resultaban particularmente útiles. Glau, la reina suprema continuaba arrojando sus piedras tan fuerte como podía e incluso y debido a su buena puntería asestó algunos golpes. Pero las piedritas rebotaban inútilmente y volvían a la tierra. Los seres esponja parecían sonreír con este juego y resolvieron arrojar también algunas cosas. Así fue que comenzaron a caer bombas explosivas en el palacio. La gente corrió aterrorizada y creyendo que se trataba de la ira de los dioses y la Capitana insultaba al aire frenética y descontrolada.
De pronto de aún más arriba una nube rodeada de luces púrpuras y amarillas se abrió paso y de un solo rayo celeste fulminó a la nave de plata y ésta cayó al piso incendiada. Los seres esponja fueron derretidos al calor de más rayos que llovían sin cesar y los dejaban negros, carbonizados y duros.
Un ángel bajó del cielo, espada en mano y con un movimiento de su mano derecha echó fuego sobre el reino todo convirtiendo aquel espacio en un espejismo de sombras que aullaban. Duró poco el ruido. El fuego lo consumió todo. El ángel se fue. Y así, todo, como siempre, se renovaba a sí mismo. Un nuevo comienzo para un camino errado. La Capitana puedo saborear las mieles del poder y se perdió en el espeso entramado de su ejercicio. El ángel dejó su cuerpo duro como una estatua de sal para recuerdo de los hombres venideros.
LILIANA YAEL ROSENBLUT, 1977 "DE ÁNGELES DESTRUCTORES" (Ed. Villafon)