La aguda visión para lo escaso, extraño y poco evidente la había heredado de su padre.
Arna tuvo así la posibilidad de emigrar con su mente desde algún oscuro lugar en donde su identidad se confundía con visiones distorsionadas de su ser hacia un espacio que de tan amplio recordaba cierta cualidad espectral que se desplegaba ardiente y expectante como un tulipán de hierro.

Así fue que dentro de su nada imparcial mirada se fundía lo evidente con lo parsimonioso y dejaba una estela de fruta que aún inmadura y de tenue piel se confundía con la materia más árida.

Arna era una joven un tanto belicosa y siempre dispuesta a la pelea y el escándalo. Como no tenía una meta clara en la vida se instalaba como una musa de la desesperanza con tal facilidad que sus allegados podían jurar que se había convertido en la diosa de la sombra de un pecado deseado y aún no cometido.

Jamás se podría distinguir una verdad cruda emitida por los labios de aquella belleza de una mentira bien articulada y acaso tan suave como una caricia de la mascota más tierna de la infancia.
La frialdad con la que enumeraba sus prioridades la hacía verse como una reina que aún sin corona ni cetro, hundía sus garras como un enjambre de abejas furiosas perteneciente al ejército de las malditas inocentes.
Así en medio de la imposibilidad y el enredo se volvían innecesarias las complicadas teorías acerca del funcionamiento de su psiquis y resultaban inapropiadas las observaciones respecto a su temperamento sombrío.
Seguían trepadas como comadrejas hambrientas todas las heridas recibidas a lo largo de su corta vida.
Arna no podía interpretar su entorno por el olvido. Al contrario, su mirada suspicaz y certera combatían en su interior con sus deseos y la interpretación maliciosa de su propio mundo.
Los conjuros aprendidos en secreto desde la temprana adolescencia la habían hecho merodear por los canales de las más oscuras sendas de lo oculto a la luz y con ello se había fortalecido. Sin embargo también la había vuelto más elusiva y taciturna. Desconfiaba de la gente cercana a ella y tendía a pensar  en términos de complots o venganzas. La mirada se le había ampliado pero su corazón se había ennegrecido y la furia contenida tras mil frustraciones se había convertido en un carga tan pesada como la miel sucia. El encuentro con potencias siniestras en cada una de sus invocaciones sustrajo una porción de su alma hacia costados en donde los bordes ya no estaban claramente definidos y su ubicación brumosa tendía a provocar confusiones entre lo vívido y real y la imaginería desbordada por una visión aumentada del mundo invisible, acaso tan verdadero pero inabordable y lejano.
Arna no podía operar con certeza en ninguno de los dos mundos. De tanto ir y volver había quedado atrapada en un espacio híbrido en donde las líneas se cruzaban y mutaban sin dejar rastros visibles y claros. En un centro indefinido y mutable, todas sus ideas y todos sus contradictorios sentimientos se volvía aún más delicados. Los amaba, quería y cuidaba con afán lo que ella consideraba sus cualidades más íntimas y sin embargo aún dentro de ese lugar misterioso en que su voluntad era presa de su pasión, ella retenía partículas de su propia luz como microscópicas antorchas vibrando a la velocidad de cien corceles. El eje diverso en el que convivían sus mundos contiguos se partían en cada decisión y en cada vacilación. Con cada intento de orden se abría un camino nuevo y otro misterio por resolver. Con cada aspiración a certezas claras se volvían a revolver sus memorias dentro de los mirajes que le habían provocado sus excursiones por el mundo prohibido. Quería ser considerada parte de un clan de elegidas y sin embargo se veía a sí misma más cerca de una husmeadora infiltrada en ámbitos a lo que no tenía acceso por la vía normal de la experiencia. Así construyó un relato en su cabeza en donde ella, Arna, la más pequeña de la hijas del rey Quantum se consagraba a sí misma al mundo de las brujas y como tal se veía como una iniciada en alta hechicería. La realidad era sin embargo que nadie en el reino la tomaba en cuenta más que como la loca hija de un rey enfermo.
Sin embargo aquella situación fue lo mejor que podía haberle pasado. Al no ser tomada en serio ni por los hombres ni por los sacerdotes ni por las brujas ni por sus pares, deambuló sola por ciento cincuenta años buscando una clase de inmortalidad dentro de los mundos contiguos. Y finalmente la encontró el día en que su mente retornó a ella en el último conjuro, un día martes, antes de morir.

HERMANN MORGENSEE, 1939 "LOS MUNDOS CONTIGUOS" (Ed. Pasea, Yorrin & Maet)

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