Pudo verla a la lejanía. Tan distante, tan ausente.
Hirió sus mejillas con surcos de sal y la humedad en sus ojos despejaron las tinieblas incrustando su mente y esencia en el presente.
Algunos gestos semejantes al dolor, dieron paso a una extraña pero vívida noción espacial. Situado allí en medio de la nada, inserto entre todos y sin sentir ya ni pena ni ningún otro sentimiento humano observó el ciclo de la vida que como un viento circular, rodeaba la existencia soplando y enfriándolo todo, helando el pasado.
Para ese entonces el sentido mismo de su propia identidad se había perdido y diluido en un mar de fascinaciones que ya ni siquiera disfrutaba como antes cuando saltar de ilusión en ilusión era la huída perfecta, el camino hacia un paraíso infantil, propio y único.
Ella en cambio se reía y bailaba moldeando el aire y perfumando el tiempo. Se veía tan clara, tan feliz y liviana que parecía haber flotado por el éter por siempre, indiferente y envuelta en un ovillo de espuma blanda.
Para él, todo el resto era bruma. Oscura melaza de aire incierto.
Los demás eran nadie. Peor que eso, eran enemigos, intrusos que infectaban el espacio con presencias no deseadas. Pensó que debía hacer algo al respecto. Su mente mutó de amante tierno en asesino serial, terrorista temporal y ángel destructor en un solo instante.
Quieto como un alfil en una negra cuadrícula rodeado de mudos peligros, vislumbró la posibilidad de deshacerse de todos.
Edificios derrumbados, calles atravesadas por automóviles volcados incendiándose en la noche. Serpientes salidas del fango peleando el escaso alimento con las ratas y salvajes hombres corriendo hasta perderse en los interminables pasillos entre los restos aun en pie de la ciudad maldita que mil veces había transitado.
Explosiones y gritos, rugidos extraños y cantos corales surgidos de lugares escondidos entre las ruinas y  más fuego y más humo. Gases insoportables y aullidos demenciales en medio de noches que no parecían tener fin.
Un Apocalipsis para el festejo del fin de los tiempos. Rostros desgarrados y manchados con sangre ajena y miembros mutilados picoteados por aves de la noche.
Vio rayos brillantes y potentes clavarse en la tierra y partir árboles y secar personas en un instante dejando cadáveres quemados impresos de hollín.
Rostros de mendigos abyectos y corroídos por enfermedades rodeados de moscas.
Al mismo tiempo que su alma deseaba destruirlo todo y morir rodeado de terror, su otro lado, su lado aún amoroso solo deseaba un cielo despejado y muy azul.
Quería ver el sol levantarse glorioso en las mañanas rojizas y frescas y oler el café fresco recién molido y las tostadas.
Vivía dividido entre la oscura pasión del deseo y la voluntad de posesión y una fresca noción lejana de la libertad y la tibia frescura de los besos.
Cuando terminó la visión que apenas duró un segundo volvió en sí y advirtió una sonrisa boba en su rostro. Estaba de pie frente a una vidriera de zapatos sin ver más que su reflejo y en aquel preciso instante se percató de un detalle único y esclarecedor: solo veía su propia imagen. Pudo comprender entonces y no sin asombro que todo aquello, cada parte, cada pequeño detalle y cada rastro sentimental era apenas un azulejo más del infinito mosaico multicolor de su propia mente sobrecargada. Era todo tan falso como real y nada valía más que un centavo o un soplo o una flor arrancada.
No era una abstracción poética, era la claridad que le sobrevenía como un alud, desmoronando sus pensamientos hasta dejarlos hechos trizas contra el suelo. Se había vuelto casi loco buscando en la intensidad la inmensidad y ahora sabía que era un error. Uno muy grande. Confundir su escasa capacidad de percepción con la totalidad y apostar a ello su vida era tan incierto como cazar libélulas invisibles.
Nada en el segundo del segundo era sin embargo novedoso del todo. Una certera intuición se lo había revelado antes envuelto en metáforas de difícil acceso pero no del todo encriptadas.
Había soñado con burdeles y largos caminos serranos deshaciéndose a lo lejos sin más. Había sentido de cerca el suave ardor del deseo y la humedad de la vida. El aroma del amor no le era extraño y aún el latido salvaje del corazón se le hacía tan fuerte a sus oídos como inmenso tambor.
Así, en medio del punto exacto entre la verdad y la ilusión entre lo que había sido y lo que podría llegar a ser, lo vio todo, lo supo todo y luego de mirarse en la vidriera una vez más, colapsó.
La caída fue interminable. Para las personas que observaron el derrumbamiento fue solo el desmayo de un extraño. Para él fue la huida perfecta. Voló muy lejos pero en lugar de elevarse se hundía infinitamente en un pozo negro y sin fin. Sin más final que la nada como si se tratara de un vuelo por el espacio entre las galaxias y entre las redes sombrías de un universo sin dioses. Cayó tan hondo que ya no hubo forma de detenerse. El vértigo era tan intenso que la respiración se detuvo por un tiempo más largo que lo que un humano podía soportar. El corazón físico, dejó de latir. Solo sus sentidos aún conservaban la percepción del entorno y oían un eco sordo que se perdía en un mundo sin paredes.
Murió para los mortales. Una señora gritó fuerte y luego de intentar resucitarlo el dueño de la zapatería llamó a la ambulancia que se lo llevó tapado hasta la cabeza, señal del difunto.
Nunca resucitó. A pesar de sus intentos de volver a hacer funcionar al cuerpo, su voluntad no pudo poner en acción a los órganos deshechos por la química nefasta del amor no correspondido. Desde un un lugar lejano hizo un último intento, libre ya de toda culpa y de todo deseo. Sopló sin pulmones un aire inexistente sobre el cuerpo muerto. Era tarde. Tuvo que despedirse de aquel sí mismo menor y emprendió su viaje hacia el sol.
Ya con al serenidad de la ausencia se sintió enormemente liviano y si más ataduras y sin rastros de remordimiento. Al volar, su identidad tan querida, conformada de pasiones, brazos, ojos, deseos y miedos se iba deshaciendo en luces raras, formas indescriptibles y aún en sonidos nunca oídos y colores que excedían todo lo que sus ojos le habían permitido ver en vida. Todo el entorno era como lava fría que se armaba y deshacía sin cesar formando conglomerados de nubes luminosas seguidas por tenues vestigios de hilos que como redes furiosas sostenían el entramado de aquel mundo sin formas ni fronteras. Descansó por primera vez en su vida y remató su jornada con un pensamiento para ella. Así se despidió. Fue un átomo de luz y una flor con espinas y fue sangre y también fue un singular observador y también un resto de olvido.

MAKU MATTILA, 2010 "HADOS PERPETUOS" (Ed. Sanna)





Entradas populares de este blog