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Mostrando entradas de enero, 2013
El litoral estaba cargado de deseos traídos por las aguas de los ríos Suan y Tenerosa. Corrían serpenteando, ávidos de corroer la arena, entre los juncos y las piedras de granito pulidas por los siglos. Allí las personas vivían como si el tiempo fuese apenas una amable invitación para poner un orden a las interminables y bucólicas jornadas entre la siesta y la fresca. El clima, pesado y húmedo no favorecía los grandes esfuerzos y por el contrario parecía premiar cierta astucia local para evadir el trabajo. Entre las costumbres de aquel lugar se encontraba el arte de contar cuentos. Todo tipo de historias -la mayoría falsas- formaban el acervo cultural de toda una región. Tenían una especial predilección por los personajes míticos: el Fafausto, la Menenata, El Cocodrilo Yerbero, Cynthia-La-Encantadora o el Rompehuesos, todos ellos poseían una larga tradición oral y cada cuentero le iba haciendo un pequeño agregado al relato de modo que con los años se tejían cantidades de derivacion...
Desbocado y furioso, se encontró solo y a merced de los elementos. El agua y la tierra convertían en lodo y fango su universo afectivo. Con aire y fuego alimentaba sus pensamientos. Aún en la mortecina zona en donde el ojo era ciego, distinguía casi por instinto su impulso asesino. El ánimo inflamado por un odio ancestral, inespecífico y punzante le invitaba a ser cruel. Su ansia de huida era tan intenso que el estómago se le hacía un mar vacío, una gruta gélida llena de pájaros con augurios terribles. No había encanto en aquella situación, solo martirio y desolación; cientos de preguntas que jamás tendrían respuesta y conflictos aún no nacidos esperando ansiosos su turno, su momento. Abjuraba de su pasado como un enajenado sin memoria y esperaba que el futuro se le planteara sin pedir explicaciones y sin deudas que saldar. Por otro lado sabía que eso era imposible y que el cobrador pasaría, en el momento que le pareciera, sin avisar y sin misericordia. El secreto mejor guardad...
Con cada pizca de sal y sobre las márgenes de un espacio dorado, los poetas se indujeron a probar las mieles de sus propias creaciones. Las vírgenes de piedra, los leones amarillos, el pez espada forjado en hierro y en los cientos de muros del laberinto cubierto de enredaderas y flores, se erguía la más imponente de las ciudadelas en el colectivo mental de la sociedad más secreta que formaron los brujos, hecha de pura materia y regada con luz. El silencio pesado de la eternidad esculpida en barro seco, desprendía ondas sonoras que rebotaban una y otra vez en las paredes cubiertas de mármol rojo. Sintiéndose solo, Arbos miró el cielo cargado de nubes naranjas e intentó comunicarse con alguna criatura viviente. Buscaba una respuesta, al menos una eco. El pórtico se había cerrado hacía ya mucho tiempo y fue él mismo quien apuró su clausura. Quedó solo inmerso en la más grandiosa de las construcciones, bella, gigante y siempre en movimiento. Al comienzo disfrutaba de sentirse intocab...
Con desesperación, disuelto en el silencio que precede a la calamidad, Don Ruiz observó las estrellas y lloró. Habían pasado ya muchos otoños y los recuerdos se apilaban como insectos, unos sobre otros. En la negra espesura de sus sentimientos apenas lograba distinguir los hechos de las presunciones y mucho menos separar sus sueños de sus deseos. Implicaba a todo su entorno en una curiosa totalidad a la que denominaba vida. Y como vida era pequeña. Descubrió una mañana con gran sorpresa que sus deseos de control y poder habían corroído las cuerdas que sostenían los escasos vínculos que aún le quedaban y a los cuales creía comandar cuando apenas lo toleraban como un error, un mal diseño, un intento fallido. Fue creado con un propósito más noble que simplemente roer las raíces del viento. Un hermafrodita del mundo de la acción era Don Ruiz. Cambiaba y se jactaba de sus simplezas con tal vehemencia que aún dentro con aquella tosca arrogancia solo podía causar algo parecido a la t...
Comenzó como una brisa. Apenas se percibía una rara turbulencia en el aire, como si el espacio se saturara de movimiento. En el gran mercado persa, lleno de colores y aromas, las personas seguían su agitado andar entre carros, cajones con frutos, bolsas de arpillera con intensos olores a incienso, canela y coco. Los toldos eran verdes a rayas con amarillo o rojos con pequeños puntos blancos. Los mercaderes vestidos con sus atuendos gritaban sus ofertas y ofrecían su mercancía. Los miles de compradores se perdían por entre los carros y los pequeños puestos de madera mirando todo y oliendo y probando las muestras de manjares que se les ofrecían. Circulaban monedas de cobre y plata, billetes de diversos colores y aún pequeñas piedras y todo servía para el intercambio. El viento se hizo apenas más intenso haciendo flamear las telas, embolsando las lonas como velas de un barco. Al comienzo las gentes miraban un poco sorprendidos hacia todos lados sin poder identificar el origen de aque...
Para cada clase de especulación había un diseño específico. Una constelación de ideas y argumentaciones con infinitos ribetes imposibles de ser recorridos en su totalidad. Dadas las circunstancias era natural que los comandantes de las cinco estaciones solares evitaran cualquier clase de duelo verbal o escrito. Había un pacto tácito de no confrontar. Así podían al menos llevar a buen puerto cualquier plan o propuesta para gobernar un espacio tan vasto. El problema era el tiempo. Los acuerdos logrados para la configuración del mundo tridimensional eran complejos pero manejables; en cambio los aspectos referidos a la temporalidad que también debían gobernar convertían la más mínima decisión en una ardua tarea. Lo central era que cada uno vivía en una secuencia diferente de eventos que a su vez se veían predeterminados por las acciones y reacciones, por el flujo y reflujo de las marea estelar. Los cinco debían entonces acordar aún sin saber los efectos en cada uno de los cinco reinos. U...
El contacto más íntimo con la superficie solo era posible soslayando el hecho de que el dolor era parte necesario del proceso. Así las agujas que nos clavaban en la sien y en el pecho solo nos hacía preguntarnos acerca de la existencia de un propósito que no fuera simplemente sufrir por el mero hecho de haber nacido. Nada se comparaba con el dolor que experimentábamos durante la exposición a los rayos elementales. Los golpes, azotes y descargas eléctricas en los oídos solo eran parte de un proceso más intrincado que perseguía un fin que no alcanzábamos a comprender y que sin embargo sospechábamos que existía. Luego de un tiempo nos acostumbramos tanto que el dolor era parte necesaria de nuestras almas así como la comida para el cuerpo. El impulso natural de vivir nos había convertido en seres-reflejo con condicionamientos muy fuertes. Esperábamos con ansias el látigo y sufríamos en silencio si no nos torturaban lo suficiente. Incluso resolvimos golpearnos y lastimarnos unos a otros ...