Un día durante una tarde tranquila en la que todo parecía repetirse una vez más como lo hacía siempre, un asteroide cruzó el cielo y amagó estrellarse entre los cerros a no más de cincuenta kilómetros de la pequeña ciudad.
No era algo extraño, por alguna cuestión geomagnética o acaso por algo parecido al azar, esa zona en particular parecía ser un cementerio de piedras espaciales.
Desde tiempos remotos habían caído rocas y los antiguos incluso las adoraban como portadoras de energías estelares. 
Esta vez algo era diferente. El mineral dejaba una estela larga, luminosa y vibrante. Violeta, púrpura y carmesí con la cola naranja fuego y amarillo.
Caía incesantemente sin terminar nunca de estrellarse. En las paredes de las puertas sagradas estaba inscrito en la dura piedra una curiosa forma de referirse a lo que llega a la tierra. 
Estrellarse. Convertirse en estrella. 
La belleza de aquella visión se mezclaba con el temor que producía en los corazones la vista de aquella piedra venida desde el cielo rodeada de llamas que parecía caer eternamente sin llegar nunca a destino.
Estrellarse. Convertirse en estrella.
¿Cómo podía ser aquello? ¿Acaso se trataba de una ilusión, un encantamiento? Eso se preguntaban azorados todos los habitantes de Zimenia. Y ni siquiera los sabios tenían respuesta para eso.
Sin embargo, alguna clase de ley superior parecía imponerse a las del mundo tridimensional y como en un presente constante, en el que la caída se repitiera incesantemente en un ciclo sin fin. La repetición constante y permanente de un instante o la milésima de un momento en el que la visión alcanzaba a ver el rayo de la creación, el emblema supremo de la proyección implícita en su propio movimiento. Como un estandarte elevado por entre los vientos de la existencia, un surco laceraba el cielo.
Un millón de años o la fracción de un segundo, daba igual, el tiempo se comportaba de manera caprichosa privilegiando la impresión por sobre la sustancia; el efecto antes del pensamiento, la metáfora por sobre el relato. Así, y entre las mareas de la eternidad, una piedra devenida en augurio y promesa, infringió un daño sagrado al continuum del tiempo y el espacio que jamás pudo ser reparado. 
En esa permanencia casi celestial y tan material a la vez, se estampó un beso del infinito en el ordenamiento natural y se creó un pacto, sellado con calor en los gélidos cielos.
Y como esculpido por los dioses, las runas de fuego se grabaron en el muro: 
Estrellarse. Convertirse en estrella.

LAERCIO FUNES-YSAIVICH, 2008 "DE CURIOSIDADES Y RAREZAS" (Ed. Perséfone)



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