Maravillas con sabor a frutilla. Encantos amarillos brillantes flotan en el aire liviano de la tarde.
El encuentro entre los soldados de la montaña y los visitantes de la noche se preveía como una danza de mil muertes.
Ambos ejércitos eran inmensos.
Era casi como una batalla final por el predominio y la supervivencia.
Los aromas a miel silvestre y a flores templaban la sangre de los combatientes de una manera extraña. El ocaso se acercaba y ya nadie era inocente.
Los soldados de la montaña eran hijos de las cuevas, vivían en las oscuras cavernas y apenas si conocían la luz del sol. Pálidos y fuertes como el diamante, sus ojos brillaban con la intensidad de estrellas condensadas. Sus huesos eran fuertes como el más raro metal y su delgada piel refractaria a la luz. Parecían brillar.
El origen de los visitantes de la noche era desconocido. Ni siquiera ellos lo sabían aunque se referían a sí mismos como extraños a la tierra. Sus rasgos eran marcados, ojos rasgados con un iris iridiscente. Carecían de cabello y poseían una rara belleza espectral.
Livianos y casi inmateriales parecían disolverse en el aire. Sin embargo eran fuertes y veloces. Terribles peleadores y cazadores sin piedad. La luz parecía pegarse en su piel como si se multiplicara.
Ambas razas se odiaban. Desde tiempos antidiluvianos se enfrentaron en todos los planetas de todos los sistemas que lograban habitar. Competían por la vida. En cada una de ellas había héroes, reyes, historias, campeones y mártires. En ambas había filósofos, curadores, maestros, profetas y sacerdotes.
Y aquí residía lo más curioso: adoraban a los mismos dioses.
Sus largas vidas y su ciencia avanzada los habían hecho comprender la escencia de la divinidad y por lo tanto habían arribado a la misma conclusión: Aaramán era el todopoderoso creador.
Sus huestes de seres de la meta materia eran los hombres pájaro de Yuam.
En los encuentros para las batallas se dirimían cuestiones de todo tipo y en especial las concernientes a la procreación. Los ganadores de las batallas se llevaban a las féminas en calidad de prenda y procedían a la cópula ritual. Podría pensarse que esto conllevaba implícita una mirada macho centrista sobre el aspecto pero el caso era sumamente particular.
Las hembras con las que ambas razas se emparentaban no pertenecían a ninguna de las dos. Vale decir que constituían una tercera raza a las que coloquialmente llamaban las brunildas. 
Ni humanas ni extraterrestres ni habitantes del mundo inferior de la tierra, las brunildas eran seres completamente etéreos. Podríamos imaginarlas como parecidas a las hadas, incorpóreas, apenas visibles y muy peligrosas. El motivo por el que ellas aceptaban estas reglas era únicamente porque en su mundo no había especímenes machos.
Así que en aquel extraño pacto las brunildas oficiaban a la vez de público y árbitros.
Luego de realizadas las peleas, retirado a los muertos y concedidas las victorias, las brunildas flotaban hacia los vencedores y se entregaban a sus fuertes brazos. El resultado de la unión, siete meses más tarde, se dividía con la lógica de género: los machitos para los padres y las hembras a las brunildas. Es curioso el hecho de que según su sexo nacían con las características físicas de la raza. Así, todas la hembras eran brunildas y todos los varones eran como sus padres, fueren estos los soldados de la montaña o los visitantes de la noche. 
En el ocaso del tercer día las hordas se encontrarían en las praderas para la gran batalla y así el futuro de las razas se debatía en una sola pelea.

EDWIN MAGGERIO, 1983 "LOS CAUDALES DE LA LUZ PÚRPURA" (Ed. Joseph Winters)

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