Cada día sucede un milagro y el de ese día en particular fue que la tierra no haya sido destruida.
Estuvo muy cerca de ser nuestro final.
Las naves avanzaban a una velocidad terrible y el cielo parecía un enjambre de cascarudos flotantes que por su cola liberaban un humo negro y verde, hediondo como un ácido y agresivo a la vista y a la piel.
Se decía que eran más de cien mil naves y cada una del tamaño de un galeón.
Todo comenzó a media mañana. Estábamos con mi padre y mi madre a punto de tener nuestro desayuno en la cafetería Ritz de Villalba y Borrero en donde todos los sábados mi padre nos llevaba para ser atendidos de mil maravillas por el mozo, un tal Don Jaime, que ni siquiera preguntaba que comeríamos sino que lo traía, caliente y humeante junto al diario que a mi padre le encantaba leer desplegando sus hojas con cierta arrogancia que él seguramente llamaba estilo. Mi madre se ocupaba de mí primeramente en especial de cortarme el pan con manteca en triangulitos a los que llamábamos "pececillos" y que se comían uno a uno con mucha emoción. En aquella temprana etapa de mi niñez comprendí -o más bien intuí- la estrecha relación que se formaba entre la comida y el amor. Un bocado a tiempo, un dulce, la temperatura de las bebidas como el chocolate. Todo junto armaba un cuadro en donde el tiempo parecía detenerse para reforzar los lazos entre todos nosotros.
Así se repetía la rutina todas las semanas y era esperada con avidez. Mamá me vestía especialmente para la ocasión con unos pantaloncitos de jean y ese día eligió para mí una polera blanca, inmaculada. Una campera de plush que para mí era como un premio, y lo más importante, mamá me peinaba, con cuidado con mis cabellos lacios suavemente cayendo sobre el rostro. A mí me molestaba un poco pero las señoras del barrio solían decir que era muy lindo y tenían esa extraña y desagradable costumbre de agarrarme fuerte los cachetes.
Cuando llegaron las medialunas, papá dejó a un lado el diario y la hundió profundamente en el café con leche. Algo en aquello me era difícil de entender, se suponía que eso no se hacía, o al menos eso me decían pero cuando lo hacía papá era como si no solo fuera lo adecuado sino que lucía como un acto que agregara un cierto glamour cargado de suficiencia. Pensé que algún día cuando fuera adulto, yo haría lo mismo, como hacía mi padre.
En medio de aquella fresca mañana de otoño con el sol calentando las veredas y los vidrios de la confitería se oyó algo parecido a un trueno. Luego otro y otro. En aquella época la situación política era complicada y había muchos militares patrullando las calles y alguien de una mesa gritó ¡Atentado! pero luego los truenos se sucedieron ya en cantidades casi incontables hasta formar un solo sonido monótono. Una frecuencia baja y grave y con altísimo sonido vibraba haciendo que las botellas y tazas repiquetearan y los floreros delicados cayeran volcando el agua y las flores. Los vidrios se movían y temí que estallaran. Las lámparas comenzaron a moverse en péndulo y la gente en la calle comenzó a correr. Mi madre me agarró fuerte y me sentí reconfortado. Mi padre, con espíritu heroico se paró y salió a la vereda a ver que pasaba. De pronto el sonido mutó a otro agudísimo que nos obligó a taparnos los oídos como si mil quinientas sirenas sonaran al mismo tiempo.
Como si se hubiese hecho de noche, el sol fue tragado por la nada y el cielo se cubrió de insectos negros. A medida que los ojos se acostumbraban vimos que no se trataba de alguna plaga sino que eran naves espaciales. Redondas y brillosas con extremidades a los costados. Allí fue que pensé en cascarudos. Viajaban en fila ordenados y a poca distancia unos de otros. Pensé en que todo aquello parecía una trama de un tejido exótico. Tenía ocho años pero ya había visto algunas películas del fin del mundo y pensé que estaba buenísimo ser parte de semejante aventura. Las naves pasaban unas tras otra y parecía una fila interminable. Mi padre llevaba una radio portátil y la encendió. Inmediatamente la gente se acercó para intentar oír y yo -que admiraba a mi padre- me sentí orgulloso. Las noticias decían que una invasión masiva al planeta tierra se encontraba en proceso. Los coroneles de no sé donde pedían a las personas que no dejaran sus casas y aseguraban que estaban haciendo todo lo posible para enfrentar el problema. Yo sabía que si nos atacaban nada podría hacerse. Solo huir. ¿Pero adonde? Si todo el cielo estaba cubierto por los alienígenas. Recordé que en una película la gente se escondía en túneles y cavernas. Le dije a mamá y ella me tomó corriendo y juntos corrimos hacia el subte. Mi padre de alguna manera se quedó enredado en la muchedumbre y ahí nos perdimos de vista. Mamá corría por las escaleras a pesar de sus tacos altos y su vestido corto y yo -entre asustado y jugando- la seguía como podía. Muchas otras personas se estaban reuniendo en aquel punto y algunas rezaban y otra lloraban.
Recuerdo aquella mañana como si fuera uno de los recuerdos más sólidos y punzantes de toda mi vida. Las naves finalmente se retiraron. Siguieron su camino. Habían pasado aparentemente por la tierra a recargar combustible, agua, por lo que dijeron luego. Algunos decían que había sido un robo galáctico ya que faltaban varios glaciares pero en definitiva pienso que la sacamos barata. Así como habían llegado, así habían partido. Las personas salieron nuevamente a la calle y gritaban de júbilo y cantaban y se besaban y los que rezaron agradecían a algún dios a los gritos y los que lloraban se sentaron sobre el pavimento y seguían llorando pero ahora de alegría. Los vehículos detenidos en todas las calles, y las personas abrazaban a desconocidos y meneaban la cabeza comentando y opinando. Mi padre nos encontró y nos abrazamos los tres.
Un tiempo después ya nadie habló del fenómeno, ni de los invasores, ni de los ruidos y angustias, tampoco se mencionaron otros incidentes. El olvido se apoderó de todo. La gente volvió a su rutina y con el tiempo una sombra extraña hizo que ya nadie hablara del tema. Se había convertido en anatema. Los que lo vivieron callaban y los más jóvenes no preguntaban. Me pregunté porque razón la amnesia colectiva se había hecho tan fuerte.
Lo que alguna vez fue una suerte se convirtió en la paradoja de la inconsistencia. Mientras nadie recordaba ni quería hacerlo, el suceso en el que cien mil naves espaciales nos sobrevolaron y estuvimos a punto de morir, otros acontecimientos de menor importancia cobraron interés. La economía, el valor de las divisas, el casamiento de un famoso.
Desde aquella lejana época de mi vida, tengo el regusto amargo de que somos seres destinados irrevocablemente a olvidar y ser olvidados. Y por eso escribo. Por permanecer, por trascender. Cien mil naves armadas y poderosas optaron por llevarse agua de nuestro planeta y dejarnos con vida. Pienso que por algo será. Seguramente les seremos más útiles así que muertos. Para mí es igual si nos infectan con glicerina o nos abducen para servirles de alimento. Ellos existen y vuelan. Nosotros vivimos y apenas si nos arrastramos.
Mis padres ya no están y ya nadie recuerda nada. Parece ser el caldo de la vida que se revuelve sin cesar en los eones del tiempo. Extraterrestres y personas corriendo. Sonidos pavorosos y café con leche y medialunas. Tecnología asesina y abrazos.
Mi mayor recuerdo de aquel momento, el que me llevaré a la tumba, es el de mi madre cortando mi pan en forma de pececillos.
DAMIÁN ARÁOZ, 2000 "LAS OCHO ESTACIONES" (Ed. Pigmar y Panamericana)
Estuvo muy cerca de ser nuestro final.
Las naves avanzaban a una velocidad terrible y el cielo parecía un enjambre de cascarudos flotantes que por su cola liberaban un humo negro y verde, hediondo como un ácido y agresivo a la vista y a la piel.
Se decía que eran más de cien mil naves y cada una del tamaño de un galeón.
Todo comenzó a media mañana. Estábamos con mi padre y mi madre a punto de tener nuestro desayuno en la cafetería Ritz de Villalba y Borrero en donde todos los sábados mi padre nos llevaba para ser atendidos de mil maravillas por el mozo, un tal Don Jaime, que ni siquiera preguntaba que comeríamos sino que lo traía, caliente y humeante junto al diario que a mi padre le encantaba leer desplegando sus hojas con cierta arrogancia que él seguramente llamaba estilo. Mi madre se ocupaba de mí primeramente en especial de cortarme el pan con manteca en triangulitos a los que llamábamos "pececillos" y que se comían uno a uno con mucha emoción. En aquella temprana etapa de mi niñez comprendí -o más bien intuí- la estrecha relación que se formaba entre la comida y el amor. Un bocado a tiempo, un dulce, la temperatura de las bebidas como el chocolate. Todo junto armaba un cuadro en donde el tiempo parecía detenerse para reforzar los lazos entre todos nosotros.
Así se repetía la rutina todas las semanas y era esperada con avidez. Mamá me vestía especialmente para la ocasión con unos pantaloncitos de jean y ese día eligió para mí una polera blanca, inmaculada. Una campera de plush que para mí era como un premio, y lo más importante, mamá me peinaba, con cuidado con mis cabellos lacios suavemente cayendo sobre el rostro. A mí me molestaba un poco pero las señoras del barrio solían decir que era muy lindo y tenían esa extraña y desagradable costumbre de agarrarme fuerte los cachetes.
Cuando llegaron las medialunas, papá dejó a un lado el diario y la hundió profundamente en el café con leche. Algo en aquello me era difícil de entender, se suponía que eso no se hacía, o al menos eso me decían pero cuando lo hacía papá era como si no solo fuera lo adecuado sino que lucía como un acto que agregara un cierto glamour cargado de suficiencia. Pensé que algún día cuando fuera adulto, yo haría lo mismo, como hacía mi padre.
En medio de aquella fresca mañana de otoño con el sol calentando las veredas y los vidrios de la confitería se oyó algo parecido a un trueno. Luego otro y otro. En aquella época la situación política era complicada y había muchos militares patrullando las calles y alguien de una mesa gritó ¡Atentado! pero luego los truenos se sucedieron ya en cantidades casi incontables hasta formar un solo sonido monótono. Una frecuencia baja y grave y con altísimo sonido vibraba haciendo que las botellas y tazas repiquetearan y los floreros delicados cayeran volcando el agua y las flores. Los vidrios se movían y temí que estallaran. Las lámparas comenzaron a moverse en péndulo y la gente en la calle comenzó a correr. Mi madre me agarró fuerte y me sentí reconfortado. Mi padre, con espíritu heroico se paró y salió a la vereda a ver que pasaba. De pronto el sonido mutó a otro agudísimo que nos obligó a taparnos los oídos como si mil quinientas sirenas sonaran al mismo tiempo.
Como si se hubiese hecho de noche, el sol fue tragado por la nada y el cielo se cubrió de insectos negros. A medida que los ojos se acostumbraban vimos que no se trataba de alguna plaga sino que eran naves espaciales. Redondas y brillosas con extremidades a los costados. Allí fue que pensé en cascarudos. Viajaban en fila ordenados y a poca distancia unos de otros. Pensé en que todo aquello parecía una trama de un tejido exótico. Tenía ocho años pero ya había visto algunas películas del fin del mundo y pensé que estaba buenísimo ser parte de semejante aventura. Las naves pasaban unas tras otra y parecía una fila interminable. Mi padre llevaba una radio portátil y la encendió. Inmediatamente la gente se acercó para intentar oír y yo -que admiraba a mi padre- me sentí orgulloso. Las noticias decían que una invasión masiva al planeta tierra se encontraba en proceso. Los coroneles de no sé donde pedían a las personas que no dejaran sus casas y aseguraban que estaban haciendo todo lo posible para enfrentar el problema. Yo sabía que si nos atacaban nada podría hacerse. Solo huir. ¿Pero adonde? Si todo el cielo estaba cubierto por los alienígenas. Recordé que en una película la gente se escondía en túneles y cavernas. Le dije a mamá y ella me tomó corriendo y juntos corrimos hacia el subte. Mi padre de alguna manera se quedó enredado en la muchedumbre y ahí nos perdimos de vista. Mamá corría por las escaleras a pesar de sus tacos altos y su vestido corto y yo -entre asustado y jugando- la seguía como podía. Muchas otras personas se estaban reuniendo en aquel punto y algunas rezaban y otra lloraban.
Recuerdo aquella mañana como si fuera uno de los recuerdos más sólidos y punzantes de toda mi vida. Las naves finalmente se retiraron. Siguieron su camino. Habían pasado aparentemente por la tierra a recargar combustible, agua, por lo que dijeron luego. Algunos decían que había sido un robo galáctico ya que faltaban varios glaciares pero en definitiva pienso que la sacamos barata. Así como habían llegado, así habían partido. Las personas salieron nuevamente a la calle y gritaban de júbilo y cantaban y se besaban y los que rezaron agradecían a algún dios a los gritos y los que lloraban se sentaron sobre el pavimento y seguían llorando pero ahora de alegría. Los vehículos detenidos en todas las calles, y las personas abrazaban a desconocidos y meneaban la cabeza comentando y opinando. Mi padre nos encontró y nos abrazamos los tres.
Un tiempo después ya nadie habló del fenómeno, ni de los invasores, ni de los ruidos y angustias, tampoco se mencionaron otros incidentes. El olvido se apoderó de todo. La gente volvió a su rutina y con el tiempo una sombra extraña hizo que ya nadie hablara del tema. Se había convertido en anatema. Los que lo vivieron callaban y los más jóvenes no preguntaban. Me pregunté porque razón la amnesia colectiva se había hecho tan fuerte.
Lo que alguna vez fue una suerte se convirtió en la paradoja de la inconsistencia. Mientras nadie recordaba ni quería hacerlo, el suceso en el que cien mil naves espaciales nos sobrevolaron y estuvimos a punto de morir, otros acontecimientos de menor importancia cobraron interés. La economía, el valor de las divisas, el casamiento de un famoso.
Desde aquella lejana época de mi vida, tengo el regusto amargo de que somos seres destinados irrevocablemente a olvidar y ser olvidados. Y por eso escribo. Por permanecer, por trascender. Cien mil naves armadas y poderosas optaron por llevarse agua de nuestro planeta y dejarnos con vida. Pienso que por algo será. Seguramente les seremos más útiles así que muertos. Para mí es igual si nos infectan con glicerina o nos abducen para servirles de alimento. Ellos existen y vuelan. Nosotros vivimos y apenas si nos arrastramos.
Mis padres ya no están y ya nadie recuerda nada. Parece ser el caldo de la vida que se revuelve sin cesar en los eones del tiempo. Extraterrestres y personas corriendo. Sonidos pavorosos y café con leche y medialunas. Tecnología asesina y abrazos.
Mi mayor recuerdo de aquel momento, el que me llevaré a la tumba, es el de mi madre cortando mi pan en forma de pececillos.
DAMIÁN ARÁOZ, 2000 "LAS OCHO ESTACIONES" (Ed. Pigmar y Panamericana)