Como un unicornio abandonado, sí se sintió luego de
la batalla. Sediento de miradas, sentía desajustarse a la realidad de una forma
casi de ensueño.
Había peleado con sus mejores armas. Usó el látigo
y la espada, el puñal y los puños, pero su arma favorita era el escudo. Lo
había forjado con la misma intensidad con la que hizo su espada. Eran las dos
caras de la moneda de su vida. Ataque y defensa. Defensa y ataque. Punta y
protección, filo y distancia.
Incluso prefería quedarse sin su espada antes que
sin su escudo. Le daba una sensación que excedía su utilidad para detener los
golpes. Era como una entrada a un túnel secreto. Cuando ponía su cuerpo de lado
detrás del escudo y miraba por arriba apenas asomando los ojos se sentía tan
protegido como si aún fuese un niño tras las faldas de su madre. No había forma
entonces de sentir angustia y eso le daba aun más fortaleza y lograba una
concentración y una fijeza de intención que terminaba por minar la voluntad de
sus adversarios.
Había estado batallando durante horas, días,
semanas. No recordaba exactamente cuando comenzó todo y mucho menos como llegó
a involucrarse en esto pero tampoco le importaba, había salido con vida una vez
más. Era bueno evadiendo golpes a tal punto que incluso adversarios superiores
a él mismo en fuerza o destreza se terminaban cansando o se desconcentraban
ante el juego de huida, evasión y esquives permanente que proponía en su
estrategia de pelea.
Incluso lograba producir una irritación tan extrema
que al menor punto de desequilibrio en medio de la furia los atacaba de un solo
y certero golpe. Así había sido entrenado por los maestros del elusivo arte de
la lucha con escudo.
Su escudo no solo era de metal. Había sido forjado
en la fragua a golpe de martillo sobre el yunque en medio del fuego y el agua.
Entre cada pasada del calor al frío le untaba una grasa preparada previamente
según antiguos rituales. Así el escudo además de fuerte, casi irrompible y
naturalmente deflector de golpes, estaba también imbuido de un poderoso
hechizo. Durante veintiún días a las doce de la noche, en medio del bosque
sagrado, recitó las palabras sagradas:
Oh fuerzas de la noche y avatares de mis
antepasados
Concédanme el poder de irradiar la potencia de la
Luna
Sobre este escudo, devoto instrumento de su reflejo
Oh fuerzas de los bosques y los vientos nocturnos
Concédanme la bendición de los seres elementales
Sobre este escudo, devoto instrumento de su reflejo
Oh fuerzas del cielo, las estrellas y el infinito
cosmos
Concédanme el poder de imantar con luz celestial
Sobre este escudo, devoto instrumento de su
reflejo.
Repitió las palabras como indicaba el ritual y el
último día, luego de veintiún noches se quedó despierto hasta que al
amanecer hasta que el sol le lastimó sus ojos cansados. Una vez realizado el
trabajo, guardó su escudo en la oscuridad cubierto por una gruesa piel de oso y
no lo tocó por siete meses.
Cuando muchos años más tarde se observaba en el
dorso espejado del escudo no podía dejar de recordar como a sus quince años
había realizado su iniciación como guerrero bautizando su escudo entre las
sombras nocturnas y las miradas atentas e intrigantes de las lechuzas.
Pero esa tarde crepuscular se sentía abatido. Había
vencido y salido relativamente ileso. Sin embargo, no estaba contento o al
menos no podía sentir esa plácida felicidad que solía vivir cuando vencía a sus
enemigos.
Cuando sus maestros le propusieron entrar en esta
batalla, le habían tendido una trampa a su arrogancia y falta de fe. El
adversario elegido para la batalla final era su propia sombra devenida persona.
Se abatió a sí mismo y no solo destruyó una parte de su mismidad intrínseca
sino que atrajo una suerte de nueva paradoja a su existencia con la cual
debería vivir de ahora en adelante.
Pasó un tiempo hasta que pudo decantar lo sucedido
y comprender que en la lucha constante por vencer se había estado evadiendo a
sí mismo.
JON MAY LOOTER, 2000 "Y UNA VEZ FUI OTRO"
(Ed. Lanepool)