Mientras las ciudades se desmoronaban en todo el
mundo conocido, el viajero se encontró solo y casi desnudo frente a un muro de
piedra lavada por el océano.
Sobre una escollera el mar golpeaba con la
irregular constancia de la fuerza del agua movida por lunas y vientos,
salpicando espuma blanca y llenando de iodo y sal el aire y los pulmones.
Sobre la roca habían pintado con la salvaje y
cruda mano de los desterrados una leyenda escrita a brochazos con un color tan
rojo que era difícil no sospechar que se trataba de sangre.
Decía: "El circuito está dañado y solo
la muerte nos salvará. Somos la cura."
Sintió escalofríos.
Había pasado seis guerras y sobrevivido. Padeció el
hambre, el frío intenso y cortante seguido de un calor lacerante, seco y
devastador; conoció la crueldad de los hombres y la frialdad de algunas mujeres
que lo lastimaron en su cuerpo y torturaron su alma hasta dejarlo casi inválido
para sentir y apenas apto para percibir alguna cosa que no sea comestible o un
techo.
Sin embargo había aprendido a salir a flote y se
había jurado ya no esquivar los golpes ni contestarlos sino absorberlos todos,
uno por uno hasta convertirse él mismo en un golpe mortal.
Durante su época de estudiante de mago, sus
maestros se referían a esa técnica como "la almohada de caucho"
y consistía en llegar al máximo dominio en el arte de la asimilación de golpes,
fueran estos físicos, psíquicos o incluso ataques directos a los campos de energía
que mantienen la cohesión de las células y a la razón funcionando.
Melindro era un meta mago. Sabía de todas las
pócimas y era diestro en conjuros, ofrendas y sacrificios. Tenía en su haber
algunas obras que bien le podrían haber valido un lugar más encomiable en el
mundo.
Por otro lado tenía una facilidad innata para
hacerse odiar. No sabía callar a tiempo ni hablar sin herir y mucho menos hacer
algo sin reclamar un pago. Su particular visión de las cosas lo llevaba a estar
siempre del lado contrario al poder terrenal. Se enemistó con reyes, duques,
generales, damas de la sociedad, científicos, curas, monjes y todo el bajo
mundo le tenía reservado un lugar en el fondo del mar con pies de cemento para
cuando lo agarraran.
Había estudiado en la Sacra Magnatura en donde se
recibió como mago de sombras y de niebla.
Había tantos tipos de magos como personas. No se
estudiaban las materias sino que se las consideraban extensiones de las
potencialidades de los individuos.
Había magos de oro, de plata, de cobre y níquel;
hechiceros de agua y hielo, de fuegos fatuos y luces muertas, de venenos
invisibles y de vientos vivos, de hechiceros de las noches largas de invierno y
de las frías tierras de los sueños muertos, hechiceros con el alma de la negrura
del carbón y otros con la cristalina mirada de los santos sanadores.
Había conjuradores de sombras, de espíritus
traviesos, de almas de búhos, lechuzas y también de los árboles como los
abetos, robles y la hermandad de los pinos. Conjuradores de almas viejas, de
esas que anidan en la tierra entre los gusanos y las tarántulas para salir
llenos de ira a consumir vida de lo que fuera engañando con promesas de poderes
y misterios. Conjuradores de fuerzas prohibidas como los nigromantes que traían
sin permiso a los seres de sus tumbas contra todas las leyes santas del mundo.
Los brujos de la visión, del rayo y el trueno, de
las cavernas y sus oscuridades, del bosque espeso con sus raíces
milenarias.
Brujos de las recetas de la miel eterna y de los
elixires de los dioses. Brujos y brujas de las ceremonias a Moloc y de los
primeros cristianos. Brujos de la maldad y brujos de la verdad. Brujos como
perros envenenados por sus deseos y otros que llevaban la antorcha del mundo
hacia un nuevo amanecer.
Brujos reticentes al contacto humano y brujas
pálidas como la luna. Incandescentes varas que lo iluminaban todo y cuernos
destructores de portales y de vidas. Brujos con fuerza y otros con inteligencia
y algunos con el terrible don de ambos.
Había sanadores de cuerpos, de almas y de pasados.
Sanaban la sangre y sanaban la tierra. Eran apenas unos cuatro en total y dos
de ellos eran ciegos.
Grandes hierofantes guiaban a todos desde el cielo,
el mar o la montaña.
Los adeptos no se mezclaban con el resto sino que
atendían por ósmosis psíquico los requerimientos de sus acólitos. Sembraban
semillas de hierro imantado, pulían las costras de las almas sucias,
reorganizaban el mundo según la pauta del orden absoluto y construían con la
piedra los templos de un futuro lejano e inexistente. Trabajaban en la
formación del nuevo hombre y de la mujer perfecta. Afilaban los cuchillos de la
justicia y sometían a prueba a los mortales y semi dioses.
También estaban los archimagos regentes de todas
las casas. Se los llamaba por los nombres de las piedras y los elementos más
extraños y hermosos. Eran de piedra, de nácar y de cristal; de lapislázuli
y de turquesa, de rosas, lirios y granadas, de ágata y cuarzo
rosado, de la misteriosa obsidiana y también de la mórbida piel de leopardo.
Había invocadores luminosos y tenebrosos y aún de
poderes desconocidos. Cada uno representaba un orden dentro de la gran
cosmogonía de aquel universo desconocido en el que la forma servía apenas de
envoltorio para potencias aún más grandes.
Melindro poseía dones que algunos consideraban
imposibles y él mismo apenas sabía aprovecharlos y cuando leyó aquella leyenda
amenazante frente al mar, sintió que un miedo intenso lo invadía como si
naciera desde adentro de sus entrañas.
Era una declaración de guerra.
Conocía a los enemigos.
Por fin el momento había llegado. Los magos habían
tomado su lugar y cada cual sería parte del intenso juego del bien y del mal,
de la vida y la muerte en el mundo natural.
Ya nada sería igual, si los destructores se
llamaban a sí mismos "la cura" era hora de actuar. Era el comienzo de
la guerra de los meta magos.
HELENA CHARNES, 1998 "LOS META MAGOS"
(Ed. Saturn)