El impulso sofocado se revertió hacia adentro
haciendo colapsar la carne entre explosiones silenciosas.
La burbujeante sangre brotaba por los poros de la
piel como transpiración oxidada y espesa.
Y todo por la intención de un grito ahogado, un
llanto quebrado por la mirada severa de un afuera tan amplio como inexistente
aunque real para ella, ojos ajenos infiltrados en su mente. No había sido la
primera vez. También lo había soñado, no una sino cientos de veces con
diferentes variaciones. En uno era la reina de un país del desierto y soportaba
la desconfianza y los ojos deseosos y lujuriosos de sus consejeros; en otro era
una flor y los dientes fieros de algún animal se acercaban peligrosamente
dejando caer un hilo de saliva sobre sus pétalos negros. En una ocasión
despertó a mitad de un sueño enroscada entre las sábanas de satén como un
caracol, llorando y furiosa mientras los últimos gritos de tres ángeles
coronados de luz púrpura y débil la miraban con ojos fríos y lejanos en el gesto
último de la desaprobación total.
Cada vez que en sus noches sin descanso y con las
infinitas combinaciones que proveía el imaginario de sus compuertas interiores
ella sentía miedo, se levantaba y se miraba al espejo en un intento desesperado
por recordar quien era. Solo un baño de agua helada la volvía a su centro y
luego, entre sollozos amargos y los puños apretados, juraba venganza sin saber
contra quien.
Su vacío en aquellos momentos era tan grande que su
cuerpo se negaba a funcionar como la biología lo dicta. Lloraba lágrimas secas,
sin agua que las arrastre. De sus ojos manaban como pequeñas joyas de escaso
valor, pequeños cuarzos blancos de sal y se asentaban en sobre sus mejillas
como una cáscara de luz tenue.
Entre las movedizas sombras de los candiles el
espectáculo era arrasador y cualquier alma misericordiosa hubiese rogado
piedad.
Pero no Pietra. Ella era -en aquel otro sueño entre
los sueños- la inmutable, maga sin límites, una daga de Dios. Sus cabellos
electrizados parecían impulsar hacia afuera las ideas y sus pensamientos
quedaban pintados al instantes sobre todas las puertas de la inmensa megápolis.
Desnuda, sin vello en ninguna parte del cuerpo,
marcada con látigo y metal, lacerada y bañada con cubos de hielo, atadas sus
manos tras la espalda, su frente no mostraba el más mínimo signo de resignación
o miedo. Se imponía frente a los clérigos de la orden de las sombra con la
fiereza de su mirada. Del centro de sus pupilas parecía brillar una luz púrpura
y sus ojos granates refulgían como escupiendo espadas invisibles teñidas de
sangre.
Una extraña mezcla de leona hambrienta, ave de
presa en período de conquista, y astuto dragón sinuoso aguardando el momento de
la antropofagia colectiva. Su iris se contraía y expandía rítmicamente
concitando toda la atención de los cientos de curiosos en su rostro pulsante.
Por un instante parecía casi una línea vertical, un
óvalo comprimido como una ranura, apenas un vestigio de una impronta reptil.
En ese momento de singular transformación su
expresión mutaba de un odio hijo del miedo a una frialdad hechizan. La calma de
un ser que observa al resto como simple alimento. La acción milenaria de
quienes viven al tope de la cadena y devoran al resto con la quietud y calma
que confiere la autoridad de la fuerza. De su nariz comenzó a salir un humo,
gris al comienzo y negro después.
La habían marcado como a un demonio. Los sumos
sacerdotes de la ley habían ordenado lacerara su tatuajes que eran el orgullo
de su estirpe.
Tenía treinta y tres dibujos grabados sobre el
cuerpo con tinta negra y carmín. Siete extraños pictogramas, símbolos
desconocidos que parecían de una cultura remota o de acaso de algún planeta
lejano. Líneas cruzadas con círculos que terminaban levemente doblados en las
puntas contradiciendo todo estilo conocido, los hostigadores devenidos en
torturadores de la santa verdad habían obtenido de su boca únicamente la
descripción de que se trataban de runas estelares, marcas que como puertas se
abrirían a la hora señalada en el momento necesario, las siete marcas se
encenderían como lava ardiente y quien las mirar sin estar preparado moriría en
el acto. Los toscos hombres de la tortura y los orgullosos sacerdotes se rieron
ante semejante relato. Uno de ellos incluso le echó alcohol sobre la carne
abierta mirándola a los ojos como retándola a eclosionar, llorar o morir.
Había cuatro cruces y todas iguales. Una en cada
hombro las otras dos a los costados de las caderas. Cruces simples de igual
alto que ancho, negras como carbones. Las dos serpientes que había eran
diferentes una de la otra, mientras que la que estaba grabada sobre su pecho se
mordía la cola, la que ondeaba sobre su baja espalda se insinuaba agitada y
altiva como una llama crepitante. Un ojo, la única marca con un color
amarillo-verdoso, hacía que su nuca pareciera viva. Sobre cada empeine una
sirena; la del pie derecho tenía grandes cuernos y mirada lasciva como
invitando a probar un manjar, una piel o una experiencia. La otra, bajo su
tobillo derecho estaba embarazada y con sus manos apuntaba al cielo.
Como un cinto en su cintura, una cuadrícula de
sesenta y cuatro espacios, la mitad blanca y la otra negra, de unas dos
pulgadas de alto y cada cuadrado contenía una letra del alfabeto sumerio. Sobre
la frente, a la vista de todos, un búho rojo con las alas extendidas enmarcando
las cejas. En cada párpado una luna y solo podía verse al cerrar los
ojos. En cada mano, cinco espadas sobre los huesos de cada dedo, como si fuera
la columna vertebral y metálica de la fuerza hecha dibujo. Las piernas parecían
cubiertas por una finísima malla de titanio. En el vientre una rosa abierta y
más abajo, sobre el pubis, una llama negra.
Entre los tatuajes milenarios y las marcas de la
tortura, Pietra parecía una monstruosidad y una belleza extraña a la vez. A la
luz de la medialuna del cielo, bajo las estrella indiferentes, ella concentró
la mirada en un punto invisible. Penetrante, su entrecejo se contrajo y el búho
rojo parecía salir volando un millón de veces sin moverse como la repetición
infinita de una ciclo de idas y vueltas. Sus dedos se contrajeron y el cuello
erguido y la frente alta le dieron un aspecto macabro y fascinante, la hermosa
constelación de la oscuridad en un solo punto, tan estrecho que parece un haz de
luz vivo.
De los poros de su piel abierta continuaba manando
sangre que parecía brillar con intensidad sobre su piel caramelo, tornando rojo
su cuerpo entero.
La brillantez de aquella imagen tenía algo de
siniestro y fascinante, de atrapante y sexual. Los sentidos de los sacerdotes
quedaron eclipsados y sus mentes se alteraron como poseídos por una fuerza que
los dominaba, obligándolos al silencio y a la espera, sin poder ni querer
intervenir, ciegos espectadores de un momento de magia biológica y natural. Una
hembra en estado puro mutando sin cesar de forma, de color y de ánimo hasta
parecer una sucesión infinita de estados.
Una nube oscura, retorcida y veloz se posó sobre su
cabeza y la regó con lluvia fresca. La humedad intensa hacía que el vapor del
cuerpo se condensara hasta pasar por niebla vibrante.
Al cabo de un rato el sol rompió el hechizo y
disolvió las nubes y la noche.
Pietra levantó la vista y sus ojos ya no eran rojos
sino de un suave naranja como un crepúsculo de brasas muriendo a la luz del
ocaso. La sangre había sido lavada y enjuagada en la tierra, las marcas de los
azotes habían desaparecido y los dibujos tatuados sobre su piel se
desvanecieron. Ya calma y serena el fulgor concentrado hizo que
finalmente sus ojos volvieran al color del café intenso y oscuro. El espacio a
su alrededor era el mismo y diferente y toda la energía volcada en el momento
de la exaltación de la fuerza volvía ahora a su cauce de paz y liviana armonía.
Pietra se arrodilló. Sobre el suelo de tierra la sangre se había secado
formando una costra bermellón. Con su dedo hizo unas marcas levantando el polvo
y el rojo dejaba paso a la tierra. Un gran círculo con otro más pequeño en el
centro y luego otro hasta que solo cabía un punto. Se pasó el dedo por la
lengua y con la humedad de su saliva oscureció aquella mitad hasta formar un
barro espeso. Presionó con el pulgar hacia adentro y el hueco se fue haciendo
más grande y más hondo devorándose a sí mismo. El agujero se ensanchó más y más
y desde dentro una oscuridad plácida como un mar calmo reflejaba las estrellas.
Acercó su rostro y Pietra, la bruja carmesí de las estepas, la castigada por el
clero y por los hombres, la enviada de los dioses como carnero al sacrificio,
sonrió y se deslizó hacia el más hondo y profundo de los espacios intraterrenos
perdiéndose para la humanidad para volver a su centro, al origen de todas las
cosas de las cuales era una parte esencial y divina. Había pasado por el mundo
para aprender en una vida lo que a otros les lleva miles de existencias. Su
cándido reflejo es hoy un regalo para todos. La agrupación de estrellas llamada
la Constelación de Pietra. Una guía hacia las estrellas, un faro sideral.
LEXUS BAASTUM INIGENIS, 1956, "IDEARIOS DE LA
COFRADÍA DE LOS ANTIGUOS NAVEGANTES" (Ed. Anno XXV)