Se percibía en todo el espacio una brisa fresca
venida aparentemente de ningún lugar.
Luego, como si la precediera un ejército de
habitantes del éter, el aire se llenaba con su particular impronta, una
presencia enigmática y envolvente. Parecía como si el mundo invisible se
tornara por un instante palpable.
La energía que emanaba entraba en concordancia con
todos para luego modificarlos para siempre.
Se podía decir que luego de su paso por aquel o
cualquier lugar, ya nada era igual, como si se tratara de una puerta
dimensional hacia otros mundos con otras reglas, otras lunas y otros soles.
Ella no caminaba como todas las mortales ni se
deslizaba como algún ángel anodino sino que pisaba el suelo con autoridad, con
la gracia y fuerza de las semi-diosas.
Había sido enviada a esta dimensión sin su
consentimiento y una furia eléctrica invadía su cuerpo.
Portaba la estampa y el aplomo de su raza y
paseaba su cuerpo ante la mirada atónita de los mortales levantando viento,
mareas y remolinos a su alrededor.
Su sonrisa amplia y vital tenían una cualidad
reconstituyente y quienes la veían inmediatamente podían sentir que su corazón
se expandía y su mejillas comenzaban a sonreír aún sin motivo alguno.
La fuerza que irradiaba se formaba a partir
de un fuego indomable que la quemaba por dentro, como un clamor intenso
venido desde el centro de su existencia, pulsando por existir y estallando
para renacer en una nueva forma.
Con observarla se podía leer la furia de su corazón
y ver los rayos estallando en sus ojos mientras intentaba someter sus impulsos
para no destruirlo todo.
Llevaba un paso seguro y amenazante, la cabellera
viva y los labios tan rojos; las marcas de una historia y el dolor junto a una
pulsión de dragón dispuesto a quemarlo todo, a convertir los campos en cenizas,
las ciudades en despojos y a los infieles en esclavos.
Todo aquello solo la hacían aún más incomprensible
y adorable.
También había una rara y resignada serenidad.
Contagiaba en su entorno una alegría liviana incluso si ella misma estaba
triste. Nunca jamás daría a conocer una lágrima sin su consentimiento.
Había algo de escándalo latente en su viaje por la
vida, una invitación al infinito, un viaje iniciado sin mapa, sin brújula ni
compás. Era una viajera estelar desorientada y con un pasado remoto y lejano en
el que los dioses marcaron a fuego su alma y luego la dejaron partir.
Tenía en su impronta y en su persistencia, algo
parecido a un suero de la energía estallando dentro de sus ser que se propagaba
como un eco sin fin.
Buscaba anhelante una paz y un espacio propio y
verdadero pero se encontraba tironeada por su historia y sus deseos.
Tenía la dulce y sabia mirada que solo tienen los
muertos y renacidos.
Había nadado en aguas hondas y oscuras, jugó en
grandes ligas, conoció reyes y sultanes y desmayó a miles de incautos al mando
de sus sirenas populares.
Poderosa, terminante y a su vez pequeña criatura
ovillada sobre sí misma, envuelta en el manto dorado de la lejanía,
reivindicaba su derecho a la soledad y al silencio. Y todo le era
concedido.
Los humanos nos conformamos con la visión de la
energía celestial, apenas un sorbo de la miel de la abundancia y la vastedad. Y
ella, generosa y hábil, miraba con una compasión infinita el vano intento del
hombre por escalar hacia aquellas alturas en donde los dioses y sus hijas moran
entre los duraznos, al sol, en campos de cristal en donde crecen las hierbas de
la sanación completa y salvadora.
Era hermoso verla dudar porque ella no parecía
hecha para esas humanas nimiedades.
Podía destruir la tierra con su dedo anular o crear
un mundo nuevo con su aliento. Y sin embargo, jugaba a ser como el resto de los
mortales. Pero no le salía muy bien, la distancia era demasiado amplia, ella
era diferente y se lo hacían notar, al fin y al cabo era una extranjera,
lejana y ajena.
En su viaje por la inmensidad hacia las costas de
la Tierra, llegó sin memoria. Apenas recordaba vagamente pertenecer a los
cielos y solo por escasos momentos recordaba su origen de potencia de luz.
Y allí estaba su destino escrito con letras de
color escarlata y oro en su propia frente.
Las marcas dispuestas como un plano de la
inmensidad, una guía cósmica hacia la distante estrella de la que provenía.
Solo tenía que mirar pero los espejos, que son tan crueles se empeñaban en
ocultar su esencia y no revelar su origen.
Y así, vagando sin recuerdos al mando de una nave
sin comandos, se estrellaba una y otra vez contra la oscuridad.
Pero cada vez renacía y volvía un poco más fuerte.
El elixir de la vida eterna le había sido dado como un regalo de amor y una
maldición para que surgiera cada vez más fuerte y cada vez más tierna.
En aquel sensible equilibrio se encontraba el
secreto que se le venía escapando. Nubes y chispas, rayos y rocío, lágrimas y
piel y palabras y palabras y más palabras.
DANIEL WRIGHT-ALLEN, 2013 "DESCENDIENTES DE
ESTRELLAS" (Ed. Shomling)