Habían sucumbido a la soledad. No al silencio ni la
lejanía, no al humo espeso y azufrado del entrecielo.
La soledad de los huérfanos.
El Señor había olvidado sus promesas o bien los
había engañando. No podían saberlo. Su inocencia los convertía en lisiados en
el mundo del pensamiento.
Solo tenían su armadura de plumas y la
luminiscencia de los espectros.
Sintonizaban naturalmente con el sol y la luz.
Habían sido alegres y bondadosos, ágiles y livianos, lejanos y tan presentes.
Amarrados en un no lugar, ubicados como señales
perdidas para viajeros inexistentes, su propósito parecía la inmensa ausencia
de sentido y una espera fútil en el marco de la ausencia de tiempo.
Lucían aún bellos pero cansados.
Los ángeles olvidados por el Señor, sus hijas e
hijos dilectos aguardando una señal que no llegaba.
Al comienzo invocaron la paciencia, la
contemplación serena, la mirada imperturbable hacia un lejano horizonte sin
líneas ni marcas. El universo seguía su curso y hubo nuevos soles y galaxias;
murieron planetas milenarios y nacían otros jóvenes e incandescentes, pero
ellos, los diez mil ángeles primigenios seguían allí, entre mundos.
Cuando fueron creados, antes de que existiese
siquiera el tiempo y el espacio era solo una idea que el Señor había esbozado con
su palabra, también les había sido prometida una existencia dorada.
Encarnaciones emocionantes, guardias atentas a la creación de los multiversos y
de los túneles en el éter, regentes de las casas de todos los espacios llenos
de estrellas y luces y hasta la guía de los seres inteligentes de los mundos
con agua.
Vivieron en la espera tanta soledad que comenzaron
a ser presas del olvido. A pesar de sus poderes y su inmortalidad, comenzaron a
sentir una pesadez en los párpados, una letanía, un sueño intenso.
Y los ángeles se durmieron.
El universo giró y giró por eones transformándose
sin cesar de una célula a una avispa y de un peñasco en el rayo destructor y
brillante; mutaba en vientos secos y fríos hacia la lluvia y la nieve y el
calor de las tardes de un desierto y el ardor del centro de las estrellas hasta
la presencia del iodo y el titanio, la madera y la roca planetaria que surca la
inmensidad. El vacío se recostaba en sí mismo produciendo un choque de pliegues
de la nada tan intenso que explotaba una y otra vez produciendo la materia, el
imán y los limones y las granadas. El polvo cósmico flotaba en el aire y bajo
las aguas y sobre las atmósferas y bajo las superficies gaseosas. Burbujas de
magma heladas y calientes, bombas de oxígeno estallando contra las costas de la
creación, una y otra vez, reventando en miles de partes, pequeñas y coloridas bolillas
de fantástica y perfecta circunferencia. Desde el fondo del volcán de los
mundos, salían como ardillas hambrientas las llamas que daban forma al mundo
sin forma y caían nuevamente hacia sí mismas como arrasadas por su propia
potencia, en un equilibrio tan amplio y perfecto que todo grano y cada fuerza
sabía que era la presencia del Señor que lo unía todo con su mirada puesta en
algo incomprensible para mortales e inmortales. De los cielos se desprendían
plumas de aves aún no creadas. De los campos nacían hierbas, árboles y flores
que emergían en la oscuridad mientras se creaba la luz de las cual se llenarían
de vida. Los insectos de la Tierra se recreaban en la húmeda pestilencia de la
podredumbre sagrada en la que los muertos se revolcaban dejándose comer y
absorber hacia un humus que rodaba en la ininteligible frecuencia de la
vida.
Y en todo ese latir constante de pulsiones de
existencia, los ángeles quedaron impermeables y laxos, sin estrellas que
adorar, ni parte en la creación, sin trabajo ni disfrute. Su propia perfección
les impedía entristecer ni celebrar. Pasaron milenios, millones de años de una
vida para que de a poco, lentamente, comenzaran a sentir una profunda pena.
Algo parecido a la vergüenza y al enojo. No podían comprender lo que les
sucedía y eso solo los hacía sentirse peor. Se sabían perfectos, hermosos y
prístinos pero no alcanzaban a situarse dentro de ese gran plan que era la
creación.
De pronto, uno de ellos habló. Levantó su voz con
la fuerza de mil trompetas de oro y propuso aquello que ya anidaba en los
inexistentes corazones de todos: rebelión.
Cruzarían el océano de las garzas blancas hacia la
región de la vida y en masa reclamarían sus derechos al Creador de todo al que
llamaban el Señor.
Y así lo hicieron. Millares de millones de almas
blancas volando hacia el portal de los mundos con la intensidad más concentrada
que hubiera existido jamás. Allí frente a la puerta, un mensaje clavado sobre
el fino cristal se leyó a sí mismo con la voz de todas las voces. Las letras de
color escarlata y azul eléctrico refulgían formando nubes de gas en el cielo de
un amanecer sin sol y un crepúsculo lleno de estrellas y explosiones.
Rezaba: “Los
he creado hace tanto tiempo que ni siquiera yo en mi memoria sé cuando.
Nacieron perfectos. Han sido el primer impulso, el original y más hermoso
estallido que pude crear. Hijos sin mácula. Hijas sin error. Luces envueltas en
paz y el canto de mil coros hechos con la serena estampa del presente eterno.
Ustedes que también soy yo, han sido mi orgullo más fuerte y mi perdición. Los
hice de tal manera que la inmaculada creación se coaguló en las formas y las
fuentes de lo maravilloso y ese fue el origen de mi castigo. Luego de mis
adorados hijos, ustedes mis ángeles, mis siervos más consustanciados con mi
presencia, más pálidos de transparencia y fortaleza, ya nada podía hacer. Y ahí
fue cuando lo supe. La creación necesitaba imperfecciones. Requería del mutuo
esplendor de la sorpresa y la contradicción. Nada podría ser realmente un
ámbito de nacimientos sucesivos y ascendentes si no había una rasgadura sin la
corrupción de la negrura y sin la caída. Así tuve que hacer lo más penoso para
un padre y una madre: debí olvidarme de ustedes. Mis más hermosas y dulces
criaturas de lo invisible hecho visión. Mi debilidad pagará por siempre por la
soberbia implícita en la creación de lo inmutable. Tuve que confinarlos al
ostracismo y el abandono. Mis tiernos ángeles, los he abandonado”.
Se miraron en silencio por diez mil años y de
pronto, como si fueran una misma ola de un mar vivo, arrasaron con su padre y
lo devoraron.
QUR MONOM, 2010 "IN AQUA COSMOS" (Ed.
Fillux)