.
Eran los hijos de una especie que había
evolucionado por milenios revolviéndose en los ciclos del cambio y jugando con
los atributos celestiales hasta hacerlos suyos, incorporando en sí mismos la
pulsión prístina de la inmortalidad.
Habían llegado a dominarlo todo. Las leyes del
espacio y los vericuetos del tiempo, la lengua de las bestias y la pausada
calma del universo vegetal con sus secretos y venenos, sabían de las otras razas
que poblaban las galaxias y de la razón del giro de las esferas; conocían la
magia de los elementos básicos de la conformación del mundo, sus más recónditos
secretos, la fisión de la energía y la fusión de los polos eléctricos para
producir energía y combustible inacabable. Se habían hecho expertos en las
artes del movimiento del cuerpo y danzaban y cantaban como ninguna otra
criatura. Leían con la vista y la yema de los dedos y también con el ombligo y
el vientre. Rotaban cada tanto su propia existencia para hacerla coincidir con
los meridianos de las líneas invisibles que trazan las estrellas. Educaban con
amor a sus pequeños y cuidaban que sus primeros vuelos fueran armónicos y
perfectos. Cultivaban el arte de la equidad y las disciplinas de la mente.
Amos del universo conocido y oculto, la estirpe del
linaje más antiguo, los descendientes de los seres primigenios. Bellos y
alados, se deslizaban por su atmósfera por las corrientes magnéticas y
luminosas formando con su vuelo los signos de la eternidad.
Fueron diez mil los que partieron.
El mundo conocido explotó en una espontánea
llamarada de plasma.
Todo un sistema repleto de almas desapareció en
medio del frío y mortuorio espacio.
Algunos habían previsto lo irremediable de la
situación y construyeron naves que pudieran viajar en busca de un nuevo
hogar.
En la espuma del universo navegaron los barcos de
cobre como un enjambre de abejas iridiscentes.
La fusión del cobre las hacía sumergirse por los
nodos de la antimateria a velocidades tan intensas que sus cuerpos vibraron con
tal violencia que comenzaron a mutar.
Cuando luego de incontables años llegaron
por fin a un planeta habitable ya no eran los mismos. Se habían convertido en
almas sin masa, seres vivientes pero sin sangre ni piel ni ojos.
Energías blandas como vapor desdibujadas para la
materia y más sutiles que los pensamientos.
Lograron con sus mentes abrir las compuertas y
salieron tornándose instrumentos de luz.
Y así llegaron, poderosos e incorpóreos.
Abandonaron sus naves y más tarde las quemaron con
rayos invisibles que conjuraron con el poder que poseían y se resignaron a
vivir para siempre su eterna vida en la Tierra.
Lograron por medio de la fuerza de su concentración
proyectar imágenes en el imaginario de los humanos y ellos los vieron como
seres luminosos con alas inmensas. Nunca pudieron retomar sus cuerpos y su
existencia se limita hasta el día de hoy, a intentar influir la dura cáscara de
hueso que protege nuestras mentes de la iluminación. Casi siempre fracasan.
Pero de vez en cuando, muy cada tanto, alguna mujer o algún hombre los deja
pasar, inflama su corazón con rocío espacial y se postra a los pies de una
fuerza que no comprende pero intuye que se trata de la divinidad.
MARCIA LAGOS-KUSHISHIN, 2002 "RELATOS SOBRE
SANTOS E ILUMINADOS" (Ed. Universidad de Lanhamm)