La mirada fractal, el espejo roto en su origen y una sucesión de pasos mal dados convertían a Edmund en un niño conflictivo.
Tenía cinco años cuando su madre, Doña Epiguis Larrea de Villouta le partió un espejo en la cabeza luego de una travesura.
Además de sangrar profusamente hizo estallar algunos vasos internos que nunca más cicatrizaron. Como consecuencia de ello el pequeño comenzó a tener visiones que exaltaban su imaginación y que no podía comprender.
Vió al hombre de lana barrer su cuarto mientras comía una pata de pollo con la mano sentado sobre una tetera de porcelana con incrustaciones de granos de choclo.
Observó con cuidado que el humo que se elevaba de la fuente de arroz era verdoso y formaba figuras mientras ascendía tomando la impronta de un cráneo de oso que parecía derretirse en un cuero viejo de color marrón y blanco. La forma ósea comenzó a verse sacudida por una multitud ancianos vestidos de traje que llegaba sin parar para alojarse en las cavidades del esqueleto. Había un mar de bilis y un arpón de granadina que destellaba los rayos de un sol amarillo y rojo. La porción de torta de membrillo y cúrcuma que había quedado sobre la cama comenzó a derretirse hasta transformarse en seda china y salir volando por la ventana del pico de un pájaro con dos cabezas que graznaba en un idioma parecido al sueco. Los duendes que habitualmente se encontraban haciendo procesiones entre la cocina y el dormitorio se habían declarado en rebeldía y ahora solo cantaban la marcha Turca mientras el menor de ellos, un tal Rodoló gritaba a los cuatro vientos que Mozart había sido uno de ellos.
Para cualquiera que pasara cerca de la puerta nada extraño ocurría pero la realidad de Edmund incluía a los extraños de tal manera que incluso los ruidos de las bailarinas rusas que entrenaban en el fondo de la casa pasaban desapercibidas. El golpe en la cabeza lo había dejado en un estado de tal de perplejidad continua que apenas podía abrir la boca sin quedar como ensoñando la vida. Había una serie de elementos muy extraños que parecía palas hidráulicas destinadas a algún propósito desconocido ya que estaban pintadas con los rostros de todos los dioses de la antigua Antioquía.
Así, con ese particular brillo, algunas cucarachas que habían venido a presenciar la situación, comenzaron a cantar en un idioma que tenía más consonantes que ninguno conocido. Incluso las alcachofas, siempre tan orgullosas, se dejaron llevar por las melodías que sonaban en el aire permitiéndose por una vez, verse involucradas de una forma activa en los bailes de la alta sociedad de los insectos.
Fue imposible desentrañar el complejo mundo de las ninfas que se presentaba ante el niño sin más filtro que la leve neblina que solía anteceder a sus presentaciones. Kaila, la más bella y joven de las elementales, se paseaba semi desnuda apenas cubierta con cáscaras de naranja mientras peinaba sus cabellos blancos como el arroz con un peine de peltre. Edmund la miraba fascinado, nunca antes había visto semejante belleza y sintió un escalofrío recorrer su nuca. Tomó un rastrillo y lo arrojó muy lejos como una señal de hombría a pesar de sus escasos seis años. La ninfa le sonrió y acercó sus labios a su mejilla y con una pícara sonrisa le arrancó un pedazo de carne con los dientes filosos y puntiagudos mientras un coro de seres aéreos reía entre las sombras del espesor de la niebla.
El pequeño corrió hacia un lago y se tiró de lleno. Murió ahogado y su cuerpo nunca fue encontrado. Los locales cuentan aún hoy día que un ente mitad pescado y mitad hurón se lo devoró sin dejar rastros.

MARÍA ÁNGELES DE LA CORVA, 2012 "DE CONEJOS Y SUCEDÁNEOS" (Ed. Garaffa)

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