Taimado y sinuoso, escurridizo y amigo del desencuentro, el Ratón Benavidez se había hecho algún nombre en el submundo del hampa en los suburbios de la gran capital.
Su especialidad era el tráfico de información. Había pocos como él. Su absoluta ausencia de sentimientos para con aquellos que no integraban su escaso círculo de afectos, se demostraba en principio por el hecho de que podía clavar su jeringa en la médula de cualquier víctima o paciente como él mismo los denominaba.
Traficaba con datos genéticos, ADN, hormonas y sangre. Para él se trataba solo de información codificada y como tal la vendía. Sus métodos eran sencillos y relativamente limpios ya que en dos décadas de trabajo jamás había lastimado seriamente a nadie si por ello se entendía dejar una herida, dolor o la tan poca lucrativa muerte.
Llegaba como un gato sigiloso por la noche, tiraba una pequeña ráfaga de gas de cloroformo y el paciente se dormía. Entonces solo tenía que sacar su attaché de la mochila, desplegar prolijamente sus herramientas, desinfectar la zona y clavar una aguja de veinticinco centímetros tras la nuca.
Alcohol sobre la herida y fuga. El mercado estaba deseoso y pagaba cifras muy elevadas por los códigos humanos. Benavidez no preguntaba que hacían con eso. Prefería no saber. Alguna vez pensó que se trataba de algo referente a clonaciones de órganos o algo parecido. Tampoco le parecía mal.
En el mundo como estaba hecho, el bien y el mal se habían vuelto bastante relativos.
Luego de la quinta guerra mundial, los sobrevivientes habían mutado. Los humanos como los había conocido la historia, con sus rasgos característicos eran ya escasos y habían constituido una sociedad cerrada e impenetrable. Vivían amurallados en grandes conglomerados bebiendo de las mieles de la pureza racial mientras la gran mayoría habitaba como animales de puerto en las afueras como lo habían previsto tantos libros sobre futurismo y guerras. No se trató sin embargo de un evento apocalíptico ni espectacular. No hubo bombas atómicas ni incendios gigantescos. Tampoco hongos tóxicos, hielos eternos ni ataques extraterrestres. Todo se trató de la miel.
Cuando la polinización de los humanos surtió efecto, las mutaciones comenzaron como cascadas imparables. Hombres-rata, mujeres-escorpión, niños venenosos, pequeñas mujercitas con cola de lagarto o ratón. Rostros devenidos flores exóticas con narices y cejas, seres pequeños con pies gigantes, colas de lagartos y toda clase de rarezas biológicas.
Cuerpos manchados como leopardos o jaguares, incluso con la piel repleta de suaves crines como de caballos les crecían a algunos desdichados desde la nuca hasta la cola. Algunos desarrollaron bigotes como los de la rata y su olfato era excelente. Ojos de reptil y también de aves hacían que algunos mirasen de costado. Hubo quienes desarrollaron plumas en algo parecido a alas pero sin el don de volar. Todas estas marcas los hacían impuros a los ojos de los pocos verdaderamente humanos pero lo peor no era eso sino el mutuo desprecio que se infringían los mutantes unos a otros en un afán de lavar su propia vergüenza como si se tratara de algún castigo divino por los pecados cometidos por sus antepasados.
Para Benavidez quitarles un poco de lo que tenían a cambio de no más de un pinchazo no significaba más que acariciar un perro o comer sandía. Por otra parte algunos se consideraban incluso afortunados pues a la mañana siguiente amanecían con una moneda de níquel en las manos. La tradición hizo que con el tiempo a personajes como Benavidez los llamaran ratones y de alguna manera curiosa asociaban su quehacer con felices recuerdos de la infancia.

BEN SALINSKI, 1982 "PEQUEÑOS RELATOS DEL PORVENIR" (Ed. Schnitzel)

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