El ciclo se repetía como un mandala endemoniado. La visión de un conejo púrpura corriendo entre los derruidos muros de la ciudad era recurrente y lograba desesperar al joven Reynoso hasta hacerlo jadear solo en la noche. Sin aire y sin esperanzas, vagaba entre el sueño y la vigilia como un ente de moral destrozada y sueños aniquilados. Demoraba cada vez más en levantarse incluso para ir al baño. Hubiese querido dormir eternamente sin siquiera comer ni beber, sin trabajar y sin ejercitarse, como un ser hecho de tela fantasmal, transparente y multidimensional. Pero la realidad tenía reglas que ni la imaginación febril de Reynoso podía quebrar, estaba atado a un pasado y a una desesperanza que lo arrinconaba como un insecto venenoso, casi invisible en su diminuta forma y letal hasta la muerte si aguijoneaba lo suficiente. Detrás de aquella máscara de aspecto imperturbable habitaba a sol y sombra un ser atormentado, contradictorio y miedoso. Lograba reunir las características de un individuo regular, de costumbres corrientes pero en su interior vibraba la energía roja de un demonio de odio incontenible y de mente turbada por la duda y el desconcierto. Suponía de una fuerza casi incontrolable el apetito descomunal de su psiquis, jugando entre la mentira abroquelada y el rencor gasificado, efervescente y explosivo. No tenía más que el recuerdo de un pasado desierto y mutilado pero encontraba en su imaginación la serenidad para deambular por los espacios inanimados reservados para su placer, para su sentido de integración al mundo y con la continua y no poco costosa, sensación de plenitud y concordancia. Su anhelo más preciado, más íntimo e inconfesado era que lo acepten como uno más, aún en los espacios en donde aquello carecía de sentido; fundirse en el otro, dejar de cargar su propia cruz y por ello pagar con mil lágrimas; dejar de ser y existir por sí mismo para transformarse en un aliado de cualquier causa que lo mantuviera alejado de su mismidad. Una incapacidad de vivir en armonía con su propia mirada del mundo lo convertían en un porfiado y peligroso individuo de cáscara dura y tejidos blandos como la manteca tibia en su interior. Era una imposibilidad estadística que pudiera realmente disponer de sus facultades de modo tal de impactar de manera determinante en la realidad y aún así y a sabiendas decidía a cada paso y con cada acción, discontinuar su sentido crítico al punto de actuar de forma tan absurda que incluso su parte más necia se percataba y sonreía con esa mueca de lástima que se le tienen a los incapaces, inmaduros y descarriados. Reynoso era solo uno más de una inmensa legión de ovejas sin rumbo y sin pastor. Un elemento de diseño en extremo sensible pero de dudosa capacidad cognitiva. Su labor más perfecta consistía a pesar de todo en soportar con cierta hidalguía los embates que la vida le propinaba sin filtros ni protecciones. Era, si se puede decir así, un aguantador contumaz. Sus elecciones no eran tales, sus esquives a los bombardeos fotónicos de la vida apenas una evasión momentánea y su ego se multiplicaba de forma irrisoria ante cualquier forcejeo con la implacable ley de la gravedad. Se creía un inmortal y apenas tenía energía suficiente para no morir. Se pensaba un pensador y apenas su pensamiento le servía para no desaparecer aplastado por su propia idiotez. Con los labios corroídos de hablar de forma y fondo innecesarios, su boca apenas podía articular las frases mínimas para hacerse entender. Su pasión eran las hamacas: ir y venir, el vértigo y la adrenalina de eterno vaivén sin rumbo. Un diletante sin más visión que la que su escaso valor le permitía. Eterno evasor de la rueda de la vida, miraba con asombro por la ventana de su alma la configuración pragmática de la existencia de los asertivos. Criticaba con ojo juicioso y no era de errar en un diagnóstico ni de fallar en la interpretación de una percepción y sin embargo era absoluta y de forma total un embrión mal desarrollado de humano. Reynoso lo sabía y sufría por ello. Cabalgaba sobre el lomo transpirado de su propia existencia liviana y densa mientras se revolcaba en los lodazales de los conflictos de su ancestros. Así, a lo largo de su propio cuerpo y su mente, estableció una paralelismo inconexo y arbitrario con la sustancia de su propia cosecha, que invariablemente lo llevaban a un espacio confuso y sin más vitalidad que una roca depositada miles de metros bajo el mar.
Reynoso se dispuso a cambiar una mañana de abril en la que se miró al espejo y ya no pudo verse. La transparencia casi total de su alma se había hecho cuerpo y ahora, en ese espacio se había convertido en una incrustación de nitrógeno en un molde carbono húmedo. Casi fallecido, apenas podía observar como su segmento energético se coagulaba en una fuerza de orden tan giratoria como un átomo, alrededor de otras energías de índole elusivo y de escasa duración. Vio nuevamente a su conejo púrpura y se preguntó el motivo de su color. Así, entre la humillación y la falta de oxígeno, Reynoso aspiró profundo con la boca alrededor de su inhalador médico, revoleó con fuerza sus ojos hacia arriba y soñó que por fin venían a buscarlo de un planeta lejano. Vio las naves y los campos de plutonio de su fuentes de alimentación; vio la forma extraña y palpó con su imaginación los cuerpos fríos y gomosos de los extraterrestres. Supo que había llegado su hora: buscaría la eternidad entre los pliegues de magma y piedra, entre los estigmas vivos de cada santo y en los agujeros cavados en los huecos del universo.
Reynoso partió como parten todos. Fue enterrado en el jardín de paz de Lomas del Sacrificio.

REBECA DE MORNAY-SILVAO, 2009 "LOS PLACERES DEL BUEN OLVIDO" (Ed. Sonoa & Barreiro)

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