El sitio era oscuro, la irradiación imprecisa.
Los Saurocondes, dueños de la vida y la muerte en ese mundo se encaramaban sobre unas maderas de cerezo para contemplar desde allí sus dominios.
Con su mirada afilada y amarilla escrutaban el horizonte buscando víctimas y vasallos, futuros siervos del gran nido.
Habían llegado a este planeta por casualidad y no encontraron más remedio que instalarse y prosperar. Era una raza vieja y mutaban de vidas como lo hacían con su piel.
Su linaje se remontaba a tiempos antiguos, milenios atrás, tanto tiempo que para los humanos podrían parecer inexistentes.
Eran más que viejos, eran el pretérito de la creación.
Según sus relatos y leyendas grabadas en piedra volcánica negra con signos tan extraños como sus colmillos blancos, el origen de su especie fue la clonación de un dios llamado Anataún, gran saurio de los confines del cinturón galáctico.
En la remota antigüedad investigaron el néctar celular de la vida.
Poseían alas y los hombres los llamaron ángeles. La ingeniería micro celular era su pasión y su único motivo de existencia: replicar la esencia de la divinidad y mutar los seres vivos en andróginos rumbo a la perfección.
El método que usaban era bien curioso, generaban la mutación a través del canto.
Como un coro de mil castrati, el sonido agudo se elevaba por encima de los cielos y se propagaba por entre los intersticios de la creación hasta convertirse en materia por efecto de la condensación.
Estos ángeles eran para Dios lo que los jardineros son para el pudiente: simples esclavos cuyo objeto era la reformulación permanente de los códigos genéticos del reino vegetal.
Un día, en medio de una gran fiesta dada en honor a Anataún, comenzaron a notarse efectos muy extraños entre los presentes. De los ojos de aquellos cuyos nombres terminaban en letras que en su alfabeto eran impares, comenzó a manar un líquido espeso y luminoso como una miel de color azul eléctrico. Ángeles lacrimosos que parecían manantiales de gelatina cósmica. Los cabellos se elevaron como atraídos por un vórtice y quedaban flotando como soles alrededor de sus cabezas mientras los labios se abrían entonando aún más cánticos sagrados y las manos hacia lo alto despedían rayos anaranjados que rebotaban y se entrelazaban formando un tejido de plasma que parecía una pared hecha de luz.
Como la otra mitad contemplaba en silencio se producía el raro fenómeno del equilibrio entre el éxtasis casi imparable de unos y el estado meditativo y circunspecto de los otros.
Y así, comenzó la diáspora. Los iluminados por el raro fenómeno se entregaron a un designio que parecía llevarlos a otro sitio y se unieron en una gran bola gigantesca que como una molécula poderosa y vital explotó hasta hacerse añicos repartiendo luz por todo el universo.
Los otros se quedaron para relatar el fenómeno y convertirse en el aspecto más material del dominio de los Saurocondes.
Todo ser estaba compuesto de dos entidades, una física y la otra era la energía desprendida en aquel hecho primigenio y creador.
La luz azul de los mutantes eléctricos se hacía carne con los cuerpos alados y en esa ignición se creaba la fuerza que los hacía imparables. Habían llevado el arte de la transmutación a un nivel tan algo que engendraban una fuerza irresistible que lo avasallaba todo.
EDWIN McTENNAN, 1987 "LOS SAUROCONDES" (Ed. Perseus)
Los Saurocondes, dueños de la vida y la muerte en ese mundo se encaramaban sobre unas maderas de cerezo para contemplar desde allí sus dominios.
Con su mirada afilada y amarilla escrutaban el horizonte buscando víctimas y vasallos, futuros siervos del gran nido.
Habían llegado a este planeta por casualidad y no encontraron más remedio que instalarse y prosperar. Era una raza vieja y mutaban de vidas como lo hacían con su piel.
Su linaje se remontaba a tiempos antiguos, milenios atrás, tanto tiempo que para los humanos podrían parecer inexistentes.
Eran más que viejos, eran el pretérito de la creación.
Según sus relatos y leyendas grabadas en piedra volcánica negra con signos tan extraños como sus colmillos blancos, el origen de su especie fue la clonación de un dios llamado Anataún, gran saurio de los confines del cinturón galáctico.
En la remota antigüedad investigaron el néctar celular de la vida.
Poseían alas y los hombres los llamaron ángeles. La ingeniería micro celular era su pasión y su único motivo de existencia: replicar la esencia de la divinidad y mutar los seres vivos en andróginos rumbo a la perfección.
El método que usaban era bien curioso, generaban la mutación a través del canto.
Como un coro de mil castrati, el sonido agudo se elevaba por encima de los cielos y se propagaba por entre los intersticios de la creación hasta convertirse en materia por efecto de la condensación.
Estos ángeles eran para Dios lo que los jardineros son para el pudiente: simples esclavos cuyo objeto era la reformulación permanente de los códigos genéticos del reino vegetal.
Un día, en medio de una gran fiesta dada en honor a Anataún, comenzaron a notarse efectos muy extraños entre los presentes. De los ojos de aquellos cuyos nombres terminaban en letras que en su alfabeto eran impares, comenzó a manar un líquido espeso y luminoso como una miel de color azul eléctrico. Ángeles lacrimosos que parecían manantiales de gelatina cósmica. Los cabellos se elevaron como atraídos por un vórtice y quedaban flotando como soles alrededor de sus cabezas mientras los labios se abrían entonando aún más cánticos sagrados y las manos hacia lo alto despedían rayos anaranjados que rebotaban y se entrelazaban formando un tejido de plasma que parecía una pared hecha de luz.
Como la otra mitad contemplaba en silencio se producía el raro fenómeno del equilibrio entre el éxtasis casi imparable de unos y el estado meditativo y circunspecto de los otros.
Y así, comenzó la diáspora. Los iluminados por el raro fenómeno se entregaron a un designio que parecía llevarlos a otro sitio y se unieron en una gran bola gigantesca que como una molécula poderosa y vital explotó hasta hacerse añicos repartiendo luz por todo el universo.
Los otros se quedaron para relatar el fenómeno y convertirse en el aspecto más material del dominio de los Saurocondes.
Todo ser estaba compuesto de dos entidades, una física y la otra era la energía desprendida en aquel hecho primigenio y creador.
La luz azul de los mutantes eléctricos se hacía carne con los cuerpos alados y en esa ignición se creaba la fuerza que los hacía imparables. Habían llevado el arte de la transmutación a un nivel tan algo que engendraban una fuerza irresistible que lo avasallaba todo.
EDWIN McTENNAN, 1987 "LOS SAUROCONDES" (Ed. Perseus)