Hambre insaciable.
Necesidad de devorar y tragar.
Morder.
Desgarrar y arrancar.
Sentir el paso del alimento por el cuerpo.
Volver a morder.
Era furia y dolor, el intento de convertir todo en la propia mismidad, una fuerza ciega convirtiéndolo todo en sí mismo.
La lengua salivaba con la sola intención de crear un ácido que empastara ese elemento externo que muy pronto se convertiría en él mismo.
Los dientes no paraban de repiquetear como impulsados por un frío catastrófico impulsando el abrir y cerrar del marfil.
Comer, deglutir todo, ingerir, disolver, transformar y hacer carne y tejidos, sangre y huesos, eso era todo lo que contaba y lo único que interesaba. Podía comprender a los tiburones sedientos de sangre oliendo la presa a la distancia, a los caimanes de sangre fría partiendo el cuello y la columna de sus víctimas o a las águilas de picos afilados arrancando los ojos de sus presas. Podía incluso sonreír ante la idea de los caníbales devorando a sus congéneres entre ceremonias oscuras y visiones de inmortalidad. Miraba con una extraña clase de amor a los depredadores del pasado y del presente.
Sentía dentro suyo a los jugos gástricos y los percibía como un hermoso líquido destinado a la descomposición de todo lo que no fuera su propia vida,. ácidos intensos, disolventes de la materia cruda y bruta. Líquido cómplice en el hermoso proceso de la desintegración. Las células vivientes y rebosantes de vida listas para trabajar en la única tarea que importaba: transformarlo todo en parte de sí mismo, involucrar cada partícula viviente en la magna tarea de recrearse hasta el infinito. Una idea de proyección de vientre gigante se apoderó de su mente y vislumbró la posibilidad de que todo en el universo podía resumirse a una gran pasta comestible.
La imperiosa necesidad de absorber todo, desde la piel y el vello hasta los órganos y la médula misma con el solo propósito de modelar eternamente la propia figura como un molde infinito de auto creación.
El símbolo de aquella pasión, necesidad y visión era una luna negra. Un cuerpo que se alimenta de otros cuerpos. Un vórtice ciego que engulle todo sin la menor discriminación con el único objeto vivir y con la seguridad instintiva de ser parte del natural proceso de la existencia. Todo era comida, cada gota de transpiración era alimento, todo se asimilaba a la gran masa primigenia para ser transformada en el único valor mensurado como tal: la propia vida.
Vida y muerte, deseo incontenible y pulsión sorda de nutrirse a como diera lugar, vivenciar la sensación de la desaparición de otro ser para convertirlo en alguien diferente. La tremenda y cruda alquimia que torna la materia muerta y ajena en viva y propia.
LARA MIRELLES-SOUZA, 1974 "ALIMENTARUM" (Ed. Universidad de Sao Llorente)
Necesidad de devorar y tragar.
Morder.
Desgarrar y arrancar.
Sentir el paso del alimento por el cuerpo.
Volver a morder.
Era furia y dolor, el intento de convertir todo en la propia mismidad, una fuerza ciega convirtiéndolo todo en sí mismo.
La lengua salivaba con la sola intención de crear un ácido que empastara ese elemento externo que muy pronto se convertiría en él mismo.
Los dientes no paraban de repiquetear como impulsados por un frío catastrófico impulsando el abrir y cerrar del marfil.
Comer, deglutir todo, ingerir, disolver, transformar y hacer carne y tejidos, sangre y huesos, eso era todo lo que contaba y lo único que interesaba. Podía comprender a los tiburones sedientos de sangre oliendo la presa a la distancia, a los caimanes de sangre fría partiendo el cuello y la columna de sus víctimas o a las águilas de picos afilados arrancando los ojos de sus presas. Podía incluso sonreír ante la idea de los caníbales devorando a sus congéneres entre ceremonias oscuras y visiones de inmortalidad. Miraba con una extraña clase de amor a los depredadores del pasado y del presente.
Sentía dentro suyo a los jugos gástricos y los percibía como un hermoso líquido destinado a la descomposición de todo lo que no fuera su propia vida,. ácidos intensos, disolventes de la materia cruda y bruta. Líquido cómplice en el hermoso proceso de la desintegración. Las células vivientes y rebosantes de vida listas para trabajar en la única tarea que importaba: transformarlo todo en parte de sí mismo, involucrar cada partícula viviente en la magna tarea de recrearse hasta el infinito. Una idea de proyección de vientre gigante se apoderó de su mente y vislumbró la posibilidad de que todo en el universo podía resumirse a una gran pasta comestible.
La imperiosa necesidad de absorber todo, desde la piel y el vello hasta los órganos y la médula misma con el solo propósito de modelar eternamente la propia figura como un molde infinito de auto creación.
El símbolo de aquella pasión, necesidad y visión era una luna negra. Un cuerpo que se alimenta de otros cuerpos. Un vórtice ciego que engulle todo sin la menor discriminación con el único objeto vivir y con la seguridad instintiva de ser parte del natural proceso de la existencia. Todo era comida, cada gota de transpiración era alimento, todo se asimilaba a la gran masa primigenia para ser transformada en el único valor mensurado como tal: la propia vida.
Vida y muerte, deseo incontenible y pulsión sorda de nutrirse a como diera lugar, vivenciar la sensación de la desaparición de otro ser para convertirlo en alguien diferente. La tremenda y cruda alquimia que torna la materia muerta y ajena en viva y propia.
LARA MIRELLES-SOUZA, 1974 "ALIMENTARUM" (Ed. Universidad de Sao Llorente)