Si cuando el tiempo parece ser como un viento que nos traspasa y las cosas del mundo se perciben como avasallantes, si los procesos parecen no cumplirse nunca y todo se dilata en una espera interminable, entonces es que el ciclo de la penitencia aún no se ha cumplido y se vive en reclusión perpetua postergando el encuentro con el propio ánimo a la espera de un signo salvador.
Pero mi gato me enseñó otra cosa. Él siempre estaba. Para él solo existía el presente. Jugaba, remoloneaba y estaba atento a cualquier sonido. Comía con ganas y engordaba un poco y a veces mucho. Su pelaje era increíble, parecía de seda y algodón, suave y vivo. Mi gato me enseñó que estar vivo es un encanto, una posibilidad para rastrear el origen de todo. Él era sabio en su incesante juventud y su aspecto de minino adolescente. Era en verdad un sabio. Porque sabía lo que era importante saber, y vivía con la consciencia en paz y por eso dormía de maravillas. Mi gato tenía bigotes, antenas que interpretaban cada mínima vibración y actuaba en consecuencia. Protegía mi hogar, cuidaba mis espaldas y velaba por mis sueños. Mi gato me protegió más de lo que yo siempre pensé. Su aura era como una armadura de cristal y magnetismo. Se subía a mi cama sin mi permiso pero con mi complicidad. El juego era que yo lo echaba y él volvía y todos felices. Mi gato era mucho más que un compañero de soledades, él era una única presencia hecha de algo más que huesos, carne y piel, era una fuerza gravitatoria, una eje alrededor del cual mi vida estaba protegida, mis sueños seguros y mi ánimo equilibrado. Mi gato tenía patitas blancas con mullidas plantas rosas y podía caminar sin que uno siquiera supiera de su presencia con ese silencio misterioso que solo puede tener un gato.
Mi gato saltaba fuerte y lejos a pesar de su panza gordita. Perseguía con locas ganas los reflejos y la luces con la concentración de un guerrero cósmico. Mi gato tenía ojos como joyas. Podía uno mirarlo durante largo rato sin cansarse y él como si nada, repartía su esencia felina con la mirada fija en un horizonte lejano. Alerta era su frase, siempre con sus orejas despiertas, con la atención puesta en lo desconocido. De pronto salía corriendo hacia un rincón y quedaba mirando fijo un punto invisible y ya sabía yo que estaba acorralando algún ente inmaterial. Sin dudas echó demonios de mi hogar, ninguno podía vivir con su presencia. Había algo de sagrado en aquel rechoncho manojo de pelos. Su porte y su presencia eran como un escudo contra todo mal, contra todo enemigo. Desde pequeño hasta su madurez vivió en un estado de felicidad que solo conoce su raza. Subía y bajaba de cualquier lugar que se le antojara. No había imposibles para él y uno simulaba un enojo y en el fondo reía hasta el infinito con su gracia y desplante. Mi gato ganó mi corazón duro. Se hizo uno con mi vida y fue parte de todo un largo proceso de aprendizaje. Me vio sufrir y gozar y nunca opinó ni de lo uno ni de lo otro. Eso sí, si quería algo, reclamaba como el mejor hasta conseguir, por medio del cansancio, aquello que se le antojaba importante. Casi siempre era comida, un gusto, en especial las aceitunas. Tenía pasión por atacar el cartón de la pizza caliente solo por el premio de las aceitunas. No había forma de negociar, había que tomar tres o cuatro y cortarlas en pedacitos para que las degustara.  En una época fue el pescado. Se abalanzaba sobre la bolsa apenas traída del mercado. Quería saltar sobre la alacena y había que ponerse firme (escondiendo la sonrisa) para que no se trepara al plato. Tomaba mucha agua. Le gustaba tirarse al sol. Verlo allí entre los rayos amarillos durmiendo en la felicidad gatuna máxima era de una belleza que conmovía.
Sé ahora que de noche trabajaba. No cazaba ratones porque no había. Cazaba y devoraba energías negativas. Enemigos de la vida, vampiros de la energía, criaturas oscuras y hasta los pensamientos obsesivos y malignos se convertían en nada ante su presencia. Devoraba todo lo malo y lo hacía irrelevante. Protegía sus dominios con la firmeza de su estirpe. Nada ni nadie podía entrar a nuestros aposentos. Mi gato se encargaba de ello.
Con el tiempo se debe de haber corrido el rumor en los planos invisibles porque ya nadie siquiera lo intentaba. Su sola presencia era respetada y las criaturas de la oscuridad se cuidaban muy bien de hacer sus travesuras o intentar un ataque. Mi gato Arturo era un vigilante de la noche.
Sus cenizas fueron llevadas al río, esparcidas al viento y al agua. En algún lugar del universo su alma fluye entre puntos dorados de luz.
Lo extraño a la distancia y le envío mis respetos. Ha sido para mí, el mejor y más noble gato del mundo.

TOMAS STIEGWARDT, 2013 "ARTURO" 

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