Sintió el puñal. No fue discreto. Certero, lento y pausado, se coló por la carne, traspasó el hueso y allí se quedó, frío, helado. Cortó su respiración de cuajo. Le arrancó el deseo de vivir. Moría a cada segundo y sesenta veces sintió el dolor. La mitad de su cráneo contenía el residuo de algunos pensamientos, la otra mitad quedó evaporada. No sintió su pulso. Sabía que estaba vivo porque se movía y sin embargo sintió el aliento de la muerte a la altura del plexo. El clima no ayudaba, la tormenta parecía presagiar desgracias y el viento arremetía con todo. Las hojas eran arrancadas de los árboles y la lluvia invisibilizaba el horizonte. Su frente se le hizo ajena, no sentía como propia ni siquiera su respiración. No estaba dormido ni ajeno a la situación, estaba suspendido en una ingravidez del ser. No sabía como salir de allí, apenas podía mover sus dedos, respondían con alguna dificultad y temió que de pronto el aire lo abandonara y estallara su corazón en una implosión nuclear...
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Mostrando entradas de noviembre, 2014
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No soportaba el abismo. Desde aquella altura se divisaba de forma borrosa el horizonte vertical. Parado en lo más alto de risco más extremo del desierto, aguardaba el momento. Se debatía entre la claustrofobia y el vértigo. La gravedad era insoportable, la presión sobre los ojos y la frente le dificultaban respirar. Sentía las manos torpes, el aliento cortado y las articulaciones de los pies resonaban como cascabeles de metal oxidado. A lo lejos escuchaba una bella música, extraña para el inmenso vacío en el que apenas se divisaba polvo y algunos gavilanes que volaban en círculos a la espera de sangre fresca. No era la primera vez. Sabía que cuando eso ocurría los incidentes estaban cerca. El sonido embriagante le recordaba a Vivaldi y sus estaciones y mientras oía embelesado su vista se perdió en la lejanía. El contraste era perturbador. Asfixiante. Los violines atacaron con fuerza y la música endiablada de notas lo embriagaba y sus sentidos estaban atentos entre las notas a...
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El estado alcanzado luego de profundas cavilaciones era exacto y preciso, Lara había alcanzado la impiedad perfecta. Esto era claro, un problema teórico, un dilema práctico y una invitación a la exaltación de la oscuridad filosófica en manos de los profetas de un porvenir nefasto. Por ello y bajo aquellas circunstancias tan poco deseables se juntaron en una suerte de improvisado concilio, las máximas autoridades religiosas del lugar. La reunión fue convocada de urgencia y la citación fue clara y específica: todos de civil, sin marcas reconocibles y en un bar de la calle Améndola. A las diecisiete horas fueron servidos doce cafés, tres de los cuales cortados con leche, un alfajor de maicena y vasos con soda para todos. El más anciano se levantó y propuso un brindis de agua recordando la costumbre social de chocar dos veces los vasos y así se hizo. Sin rodeos se planteó la cuestión, no sin antes presentar la anécdota del derrotero de la señorita Lara, quien se encontró personalmente...
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Se dividió en agua y tierra. Así de simple, tan fácil, sin bordes ni ataduras suspiró al final, justo un segundo antes de morir. Su cara amable de ruiseñor silencioso rompió la monotonía de aquel espacio enajenado. Su figura yacía en la mudez de la eternidad, inerte frente a una estatua de alabastro regada con mierda de pájaro. Tulipanes y membrillos fueron sus últimos pensamientos y por la razón o la esperanza atroz de la incertidumbre, alejó a quienes habían venido en su ayuda, a socorrerla. Diezmados, los soldados de la vertiente se confabularon para asistir a la muerte de su generala, la alta Dama de las Ausencias. No tenía memoria. Desencarnó inmediatamente y no se quedó en la zona gris de los recuerdos. Partió hacia donde su propia libertad le exigiera y como una paradoja de cuatro caras, se deshizo en miel y arena. Allí, entre todos aquellos vestigios de color escarlata, su figura resplandeció como un venado sagrado. Oro y amatista, sus ojos y su cabello reflejaban la i...