No soportaba el abismo.
Desde aquella altura se divisaba de forma borrosa el horizonte vertical.
Parado en lo más alto de risco más extremo del desierto, aguardaba el momento.
Se debatía entre la claustrofobia y el vértigo.
La gravedad era insoportable, la presión sobre los ojos y la frente le dificultaban respirar. Sentía las manos torpes, el aliento cortado y las articulaciones de los pies resonaban como cascabeles de metal oxidado.
A lo lejos escuchaba una bella música, extraña para el inmenso vacío en el que apenas se divisaba polvo y algunos gavilanes que volaban en círculos a la espera de sangre fresca.
No era la primera vez. Sabía que cuando eso ocurría los incidentes estaban cerca.
El sonido embriagante le recordaba a Vivaldi y sus estaciones y mientras oía embelesado su vista se perdió en la lejanía.
El contraste era perturbador.
Asfixiante. Los violines atacaron con fuerza y la música endiablada de notas lo embriagaba y sus sentidos estaban atentos entre las notas agudas y el viento hostil y chillón que lo circundaba.
Otros seres ingresaban por la atmósfera entre las nubes que parecían nacer da la nada solo para servir de portal a las naves de cobre brillante que hacían su aparición en el desierto devastador. Primero fue una, luego otra y de pronto miles de estructuras flotantes reflejaban el sol del mediodía. Se puso sus lentes contra los rayos ultravioletas y con ellos miró una vez más a los invasores. Estaba solo, de su desempeño dependía al futuro de la tierra. No era un gladiador perfecto ni tampoco un gran estratega, su única habilidad real y natural era la capacidad de adaptarse como lo hacen los mutantes. No se había afeitado y aquello le daba la sensación de ser aún más un desposeído, un habitante lateral del mundo, un hombre fuera de las leyes y ausente de los listados. No figuraba en ningún registro, ningún padrón, no había datos sobre su pasado y su aparición en aquel lugar no le importaba a nadie. Sin embargo mil doscientas naves habían ingresado al planeta con un solo objetivo: la destrucción de la vida humana y el único que podía detenerlos era él, solo, sin ayuda, en la soledad de un risco perdido en los confines arenosos de la zona central del continente.
A pesar de todo pudo sonreír. Se hincó sobre una rodilla, la derecha, y bajó la cabeza; ambas manos apoyadas firmes sobre el piso rocoso y sucio.
Comenzó a recitar una rezo que parecía a su vez una invocación. Con los ojos cerrados y entonando cada vez con más fuerza seguía escuchando la belleza de los violines y eso le daba una extraña poderosa sensación de fuerza. Al cabo de unos pocos minutos la suave brisa a su alrededor se transformó en un remolino cada vez más intenso que giraba concéntricamente levantando las piedras y que comenzaron a flotar en círculos a su alrededor. Primero unas pocas y luego todo el valle fue arrastrado por la fuerza del cántico poético de su voz y su concentración. Todo lo que no estaba anclado a la tierra por raíces volaba a velocidad cada vez mayor y con mas fuerza. Rocas de varias toneladas, pequeñas piedrecitas minúsculas de a millares y el cuarzo blanco y brillante se constituyeron en una pared rodante y viva. En medio de todo, él, como el ojo del vórtice material y gravitatorio, con su rodilla aún clavada en el único hueco que no flotaba enloquecidamente por el aire, sus ojos apretados con firmeza y su boca en un rictus que denotaba una concentración que parecía contar con la anuencia de fuerzas de orden superior.
Las naves intentaron detener aquel vendaval de granito con sus rayos violetas de algún plasma de origen extraterrestre y al comienzo parecieron lograrlo deshaciendo las piedras creando explosiones y quemando todo con fuego.
Subió el tono de su voz con el convencimiento de un profeta y recitó las palabras justas en el tono preciso y las piedras que giraban aumentaron su velocidad creando una barrera invisible. Las naves aumentaron su poder de fuego organizándose en filas para atacar en grupo y no cesaban de disparar sus rayos.
Levantó el rostro y sonrió. Levantó las manos y estiró los dedos. Se paró erguido y con los brazos comenzó a guiar las piedras y como un director de orquesta gravitacional, enviaba a los cuarzos imensos a estrellarse contra los invasores. Primero una luego otras, un verdadero océano de piedras flotantes estrellándose contra el metal. En su mente seguía oyendo la música y a su ritmo y tempo movía su cuerpo como poseído por las melodías que solo él escuchaba. Con el aumento de la intensidad de la música aumentaba también su poder moviendo su boca, revoleando los ojos y pisando con fuerza el único espacio inmutable bajo sus pies hasta que quedó agotado y cayó de cuerpo entero al frío piso en medio de una espesa oscuridad.
El silencio se había apoderado del ambiente y cuando abrió los ojos y pudo apenas reincorporarse vio todo a su alrededor cubierto de naves como un cementerio de chatarra. De los vidrios oscuros rotos pudo ver las cabezas de los alienígenas y los gavilanes comiéndoles los ojos.
Se levantó y se fue caminando, tranquilo y sereno. Un día más en la vida de Juan Bello, el hombre que no existía.
GORAN TREVIC, 2014 "El hombre que no existía" (Ed. Tralldenbaum)
Desde aquella altura se divisaba de forma borrosa el horizonte vertical.
Parado en lo más alto de risco más extremo del desierto, aguardaba el momento.
Se debatía entre la claustrofobia y el vértigo.
La gravedad era insoportable, la presión sobre los ojos y la frente le dificultaban respirar. Sentía las manos torpes, el aliento cortado y las articulaciones de los pies resonaban como cascabeles de metal oxidado.
A lo lejos escuchaba una bella música, extraña para el inmenso vacío en el que apenas se divisaba polvo y algunos gavilanes que volaban en círculos a la espera de sangre fresca.
No era la primera vez. Sabía que cuando eso ocurría los incidentes estaban cerca.
El sonido embriagante le recordaba a Vivaldi y sus estaciones y mientras oía embelesado su vista se perdió en la lejanía.
El contraste era perturbador.
Asfixiante. Los violines atacaron con fuerza y la música endiablada de notas lo embriagaba y sus sentidos estaban atentos entre las notas agudas y el viento hostil y chillón que lo circundaba.
Otros seres ingresaban por la atmósfera entre las nubes que parecían nacer da la nada solo para servir de portal a las naves de cobre brillante que hacían su aparición en el desierto devastador. Primero fue una, luego otra y de pronto miles de estructuras flotantes reflejaban el sol del mediodía. Se puso sus lentes contra los rayos ultravioletas y con ellos miró una vez más a los invasores. Estaba solo, de su desempeño dependía al futuro de la tierra. No era un gladiador perfecto ni tampoco un gran estratega, su única habilidad real y natural era la capacidad de adaptarse como lo hacen los mutantes. No se había afeitado y aquello le daba la sensación de ser aún más un desposeído, un habitante lateral del mundo, un hombre fuera de las leyes y ausente de los listados. No figuraba en ningún registro, ningún padrón, no había datos sobre su pasado y su aparición en aquel lugar no le importaba a nadie. Sin embargo mil doscientas naves habían ingresado al planeta con un solo objetivo: la destrucción de la vida humana y el único que podía detenerlos era él, solo, sin ayuda, en la soledad de un risco perdido en los confines arenosos de la zona central del continente.
A pesar de todo pudo sonreír. Se hincó sobre una rodilla, la derecha, y bajó la cabeza; ambas manos apoyadas firmes sobre el piso rocoso y sucio.
Comenzó a recitar una rezo que parecía a su vez una invocación. Con los ojos cerrados y entonando cada vez con más fuerza seguía escuchando la belleza de los violines y eso le daba una extraña poderosa sensación de fuerza. Al cabo de unos pocos minutos la suave brisa a su alrededor se transformó en un remolino cada vez más intenso que giraba concéntricamente levantando las piedras y que comenzaron a flotar en círculos a su alrededor. Primero unas pocas y luego todo el valle fue arrastrado por la fuerza del cántico poético de su voz y su concentración. Todo lo que no estaba anclado a la tierra por raíces volaba a velocidad cada vez mayor y con mas fuerza. Rocas de varias toneladas, pequeñas piedrecitas minúsculas de a millares y el cuarzo blanco y brillante se constituyeron en una pared rodante y viva. En medio de todo, él, como el ojo del vórtice material y gravitatorio, con su rodilla aún clavada en el único hueco que no flotaba enloquecidamente por el aire, sus ojos apretados con firmeza y su boca en un rictus que denotaba una concentración que parecía contar con la anuencia de fuerzas de orden superior.
Las naves intentaron detener aquel vendaval de granito con sus rayos violetas de algún plasma de origen extraterrestre y al comienzo parecieron lograrlo deshaciendo las piedras creando explosiones y quemando todo con fuego.
Subió el tono de su voz con el convencimiento de un profeta y recitó las palabras justas en el tono preciso y las piedras que giraban aumentaron su velocidad creando una barrera invisible. Las naves aumentaron su poder de fuego organizándose en filas para atacar en grupo y no cesaban de disparar sus rayos.
Levantó el rostro y sonrió. Levantó las manos y estiró los dedos. Se paró erguido y con los brazos comenzó a guiar las piedras y como un director de orquesta gravitacional, enviaba a los cuarzos imensos a estrellarse contra los invasores. Primero una luego otras, un verdadero océano de piedras flotantes estrellándose contra el metal. En su mente seguía oyendo la música y a su ritmo y tempo movía su cuerpo como poseído por las melodías que solo él escuchaba. Con el aumento de la intensidad de la música aumentaba también su poder moviendo su boca, revoleando los ojos y pisando con fuerza el único espacio inmutable bajo sus pies hasta que quedó agotado y cayó de cuerpo entero al frío piso en medio de una espesa oscuridad.
El silencio se había apoderado del ambiente y cuando abrió los ojos y pudo apenas reincorporarse vio todo a su alrededor cubierto de naves como un cementerio de chatarra. De los vidrios oscuros rotos pudo ver las cabezas de los alienígenas y los gavilanes comiéndoles los ojos.
Se levantó y se fue caminando, tranquilo y sereno. Un día más en la vida de Juan Bello, el hombre que no existía.
GORAN TREVIC, 2014 "El hombre que no existía" (Ed. Tralldenbaum)