Se dividió en agua y tierra. Así de simple, tan fácil, sin bordes ni ataduras suspiró al final, justo un segundo antes de morir. Su cara amable de ruiseñor silencioso rompió la monotonía de aquel espacio enajenado. Su figura yacía en la mudez de la eternidad, inerte frente a una estatua de alabastro regada con mierda de pájaro. Tulipanes y membrillos fueron sus últimos pensamientos y por la razón o la esperanza atroz de la incertidumbre, alejó a quienes habían venido en su ayuda, a socorrerla. Diezmados, los soldados de la vertiente se confabularon para asistir a la muerte de su generala, la alta Dama de las Ausencias.
No tenía memoria. Desencarnó inmediatamente y no se quedó en la zona gris de los recuerdos. Partió hacia donde su propia libertad le exigiera y como una paradoja de cuatro caras, se deshizo en miel y arena.
Allí, entre todos aquellos vestigios de color escarlata, su figura resplandeció como un venado sagrado.
Oro y amatista, sus ojos y su cabello reflejaban la interacción del mundo en un círculo infinito.
Podía vérsela girar en círculos por horas sin sentir mareo ni cansancio. Era fuerte como una leona azul y sagaz como un zorro de jade.
Disponía de recursos asombrosos y se rebelaba contra la impostura y el desprecio a tal punto de iniciar una guerra privada sin más armas que su lengua afilada y su carácter indomable e impredecible.
Disponía eso sí, de algunos recursos poco comunes: sabía matar.
Había aprendido el arte del corte al cuello, venenos, golpes cruciales a las zonas vitales y el manejo de una calibre cuarenta y cinco que sin duda prefería. También se hizo un casco de metal fisionado con burbujas de helio que le permitían usarlo de sombrero con la coquetería que la caracterizaba.
Como muerta era más bien calma pero en vida había sido un vendaval. Sin embargo su estado de difunta no la inhabilitaba para  actuar en el plano material de los vivos; se había convertido en lo que los humanos llaman un fantasma. Lo cual era en verdad completamente falso desde la perspectiva del mundo energético por el cual ahora circulaba. Fantasma era una idea simplona que tenían las personas, una imagen de una gran sábana blanca que flotaba por las casas y no tenía nada mejor que hacer que estirar los brazos y asustar a los incautos. Ella sin embargo tenía un montón de tareas por realizar. Debía examinar sus vínculos, hacerse un chequeo general, pintar un par de cuadros que se le habían ocurrido y por fin, visitar esos lugares que siempre anheló.
Cruzó el océano y fue primero a Irlanda en donde se imaginó frotándose contra el cuerpo de un cantante seductor. Inmediatamente y con cierta vergüenza (temía haber sido vista, ruborizada) se dirigió a unas islas sin nombre que apenas eran unos pedruscos brumosos en la inmensidad y vio el atardecer más hermoso del mundo. Sintió hambre. La boca del estómago se le hizo gigante y hueca. Observó una oveja a lo lejos pastando y le surgió un apetito voraz. Voló hacia el animal y prácticamente se le abalanzó al cuello con tanta intensidad que lo mató al instante. Durante las próximas horas comió la carne cruda, destripó sus entrañas y las encontró exquisitas. Relajada y contenta observó las estrellas y pensó en la belleza armónica de la galaxia, sus equilibrios, la intensidad del azul y el brillo de las estrellas y se durmió. Amaneció con frío. A su alrededor se encontraban unas doce personas vestidas de manera extraña. Tenían lanzas de plata brillante en la mano y le apuntaban de manera agresiva. Uno de ellos, una mujer de pelo tan rojo como la sangre, le habló en un idioma que al comienzo no podía comprender pero que de a poco se le hacía claro por medio de imágenes que se le aparecían en su imaginario.
El mensaje parecía ser una amenaza pero a sus vez contenía cierta dulzura y decía “-Vete”. Escuchó atenta y se percató que los demás no podían verla. Solo la mujer del cabello de fuego parecía tener ojos para ella. Sin embargo todos mantenían sus lanzas filosas apuntándole. Intentó un movimiento y no logró ni siquiera moverse un poco. Estaba congelada y allí se dio cuenta que sentía frío, estaba helada. Sobre ella parecía haber una nube oscura y ominosa que la constreñía a la quietud. Todos comenzaron a cantar y ella sintió miedo. Era tan hermosa la melodía que la lastimaba. De pronto giró los ojos hacia atrás y quedó un blanco fosforescente que espantó a todos. Salieron corriendo lo cual la hizo reaccionar salió disparada como un rayo e ingresó en la columna vertebral de un hombre de treinta años que corría desesperado. Entró por la base del coxis y subió por cada vértebra sorteando la dificultad de cada paso con la energía de sus hálito. Dentro de aquel cuerpo brillaba una luz intensa desde el sexo hasta la base de la cabeza y su cerebro parecía hecho de gotas de fuego líquido. El hombre murió al rato con el corazón paralizado de terror en medio de convulsiones. Ella observó el proceso de la interacción de las moléculas con curiosidad y permaneció un tiempo en estado de contemplación. Recordó haber leído la historia del Buda, y pensó en la paz y la claridad como un don, como una respuesta a muchos años de búsqueda y desencuentros.
Al tiempo el cuerpo desapareció, la magia se fue, los gusanos carcomieron aquella carcaza y ella se aburrió. Volvió a Paris. La tour Eiffel siempre le había parecido un encanto y decidió subir. Un hombre con un organillo le hizo percatarse que se hallaba por lo menos cien años fuera de su tiempo y se asustó tanto que gritó muy fuerte. Nadie la escuchó. Sola una niña pequeña con pecas y el pelo llovido sobre el rostro alcanzó a percibirla. La niña la miró con la intensidad de una loba pequeña. Sonrió con picardía y se le abalanzó al cuello con dientes inimaginables. Por un segundo pensó que estaba todo perdido y se tiró al piso tapándose el rostro. La niña la miró y le sonrió cómplice. Le tomó la mano y la llevó a caminar.
Dos oscuridades paseaban confundidas por la ciudad luz.


IRINA MITZKIN, “Historias de mujeres muertas” (Ed. Flax & Sobrigh Ltd.)

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